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Jorge Zavaleta Balarezo (Desde Nueva York, Estados Unidos. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
No es de algún modo gratuito lo que puedo escribir ahora sobre Alejandro González Iñárritu (AGI), cuyo debut en el año 2000 con Amores perros, me marcó profundamente, y menos trato de ser un oportunista, considerando que la Academia Norteamericana acaba de consagrarlo con cuatro premios Óscar por Birdman: mejor película, director, guión y fotografía.
No es de algún modo gratuito lo que puedo escribir ahora sobre Alejandro González Iñárritu (AGI), cuyo debut en el año 2000 con Amores perros, me marcó profundamente, y menos trato de ser un oportunista, considerando que la Academia Norteamericana acaba de consagrarlo con cuatro premios Óscar por Birdman: mejor película, director, guión y fotografía.
Conozco de cerca el trabajo de González Iñárritu, y su
obra me comenzó a interesar desde esa película limítrofe y desbordante en que
se alternaban tres historias dolorosas, oscuras y sufrientes, alrededor de las
cuales rondaba el incesto, la envidia, el poder, y tantas frustraciones como en
las vidas más miserables.
Sí, Amores perros fue todo eso y fue
también un genial punto de partida para un cineasta que se tomaría su tiempo
para rodar un filme.
No le interesaba ser como muchos nuevos directores
hollywoodenses, apresurados en realizar una película por año. Al contrario, en
el caso de AGI, podían transcurrir tres
o cuatro años, pero él y su obra mantenían su vigencia y cada película que
seguía a otra confirmaba que el tono no variaba demasiado, que las historias
continuaban siendo densas, profundas, oscuras, que la muerte rondaba a los
personajes de esas puestas en escena de este heredero y admirador de Buñuel
quien ya había mostrado, en sus raíces y en su violencia, al México D.F. en Amores
perros.
Ahora todos saben que, antes del cine, AGI fue
publicista y también conductor de un programa de radio. Y un día, como ocurrió
con Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, no solo sus compatriotas sino los
igualmente talentosos realizadores con quienes se le compara como miembros de
una nueva generación de avanzada, González Iñárritu se dedicó a trabajar con un
reparto internacional:Naomi Watts, que en realidad es australiana, Sean Penn y
Benicio del Toro. Otra vez se trataba de historias entrecruzadas, con un
montaje alterno y complicado, que cruzaba límites narrativos, y donde se
recuperaban temas de Amores perros como la culpa o el
infierno de la existencia.
Sí, de eso trataba 21 gramos, cuyo título
aludía a la levedad del ser cuando deja este mundo. AGI era, además de un profundo
conocedor del manejo de la cámara y la dirección de actores, un existencialista
a carta cabal, que no dejaba que se le escapase un solo detalle.
Ya iban dos películas y en ellas nunca había ganadores
ni finales felices. Su cine era otro, distinto, retaba al espectador, se basaba
en una estética que recuperaba aquello que no pocas veces pasamos por alto.
Seres irredentos, conciencias culposas, ese es el mundo de AGI, un universo que
puede parecerse a una sala de espera al infierno.
El temor en la lucha diaria por sobrevivir no se
produce a partir de trucos ni de imaginería sino de un cine que bebe del
documental y homenajea al neorrealismo. La paleta de colores, como suele
ocurrir en las últimas películas de TerrenceMalick, muta de un tono a otro, y
se vuelve gris, como el filme mismo.
Babel, que cierra la “trilogía del dolor” en la obra de AGI y, a la vez,la colaboración
con el guionista Guillermo Arriaga, es un tomarle el pulso a la globalización,
en el sentido más extenso y sensible que este concepto y realidad supone.
Nuevamente, las historias se entrecruzan y los
escenarios son la frontera entre México y Estados Unidos, Japón o un innominado
país árabe. La película nos demuestra que, a pesar de razas, credos, ideologías
o seudolibertades, similares problemas afectan y a veces hasta azotan a hombres
y mujeres.
Un guión correctamente llevado a la pantalla enlaza la
historia de la pareja formada por Brad Pitt y Cate Blanchett, cuya tragedia es
causada casi por una imposibilidad, en pleno mundo musulmán, ese que ahora
Occidente tanto recusa.
O el extraño rol de Gael García Bernal, protagonista del
segmento inicial de Amores perros,y hoy un actor internacional, quien hace de un
buscavidas cuya madre termina viviendo, igualmente, su propio via crucis.
O la chica japonesa, tan “diferente” y “peculiar”, y
quien, sin embargo, compone un personaje tan rico en matices, con un ánimo y un
temperamento decididamente intimistas. Ella, tímida y desinhibida a un tiempo,
protagoniza una de las escenas fundamentales de Babel, aquella de la
discoteca, donde se deja escuchar libremente una potente música de ritmos y
tonos electrónicos, hipermodernos, mientras se registran los brillos, filtros e
iluminaciones de este espacio para la diversión, síntoma global, lugar de
placer. La discoteca, como signo de incursión de lo global en lo local, pero
también de la penetración del postcapitalismo en casi todo el mundo,
reaparecerá como escenario en Biutiful, la última crónica de dolor
y angustia rodada por González Iñárritu.
En ella, Javier Bardem da vida a un personaje
conflictivo, con problemas éticos, enfermo de cáncer, padre de dos hijos y con
una esposa bipolar.
Bardem, como en Mar adentro, de Alejandro Amenábar,
y No
Country For Old Men, por la cual los hermanos Coen se llevaron el
Oscar, hace uno de sus mejores papeles. El trazo de su existencia es tan gris
como el de todos los otros personajes de la trilogía anterior firmada y filmada
por González Iñárritu.
Pero Biutiful no solo es un test personal,
individual, sino que otra vez examina las carencias y desgracias de este mundo
que nos toca vivir en el siglo supuestamente más moderno de la historia.
Así, el grave problema de la migración es representado
por una persecución a ciudadanos africanos en una plaza de Barcelona, ciudad
que sirve de centro y referencia al filme y que se muestra opaca, triste, no
con su tradicional belleza sino todo lo contrario.
Biutiful confirmaba un cambio de tono en AGI, además de
abandonar el modelo del tríptico, y Bardem representaba el último héroe herido
de muerte en esta secuencia de películas que el ahora oscarizado director
mexicano presentó como un retrato duro, cáustico, nuevamente veraz, que roza un
realismo extremo.
Y, entonces,
llegó el momento de Birdman. Las primeras noticias sobre
el quinto largo de AGI no dejaban de sorprender porque se referían, sobre todo,
a una “tragicomedia” o a una “amarga comedia”. Y, desde ya, esto marcaba una
diferencia. Birdman abrió el Festival de Venecia el año pasado e inició su
camino hacia el éxito, cuya parada final ha sido la última ceremonia de los
Oscar, donde se alzó con cuatro premios, incluidos el de mejor película y
director.
En efecto, Birdman marca una división respecto
a la obra anterior de su realizador y se inmiscuye en la conciencia de un actor
conflictuado, depresivo, preocupado, en problemas consigo mismo, y es que, tras
haber encarnado a un superhéroe en el cine, y transcurrido su momento de fama,
se alista a debutar en Broadway y tiene que pasar no solo el examen de un
público exigente sino el de una crítica que amenaza destruirlo sin más.
Además, este actor, al que da vida un notable Michael
Keaton, quien recibió un Globo de Oro por su papel, es un permanente
cuestionador. La puesta en escena que se ensaya ante el público,anuncia el
estreno de “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, uno de los relatos
claves de Raymond Carver, aquel escritor norteamericano de los años 80, tan
valorado entonces y ahora, y representante del llamado “realismo sucio”.
Keaton es un fenómeno de la actuación en Birdman,
aunque su personaje es casi totalmente incapaz de reírse de sí mismo. Su
problemática interior es lo que emparenta a esta triunfal película de González
Iñárritu con las cuatro anteriores.
Hay tiempo para la risa y para la poesía, también.
Como cuando, casualmente, Keaton recorre, semidesnudo, Times Square, ese otro
centro global del postcapitalismo, o cuando las escenas del filme reproducen
las de un blockbuster en una céntrica
calle de Nueva York invadida de aves gigantes, helicópteros, explosiones, y
todos esos elementos que, hoy por hoy, capturan audiencias mundiales.
Al contrario, la poética de Birdman es intimista,
personal, dialoga con un público más reducido, es una película de “festival”
antes que el producto empaquetado y masivo que cada semana, en las principales
ciudades del mundo, sin excepción, y en sus diferentes variantes, llama la
atención masiva.
Se ha hablado mucho de la fotografía del mexicano
Emmanuel Lubezki, ya ganador del Oscar en 2014 por Gravity, no solo por su
excelencia y calidad, sino por crear la ilusión de la toma única, del uso del
plano secuencia como si Birdman fuera un continuo desarrollo
de hechos, sin cortes ni añadidos.
Lubezki es un virtuoso, y se ha hecho justicia
otorgándole un nuevo Oscar. El reparto, tan variado y eficiente, tiene en Naomi
Watts, Edward Norton, Emma Stone o Zach Galifianakis, una tarea dura pero la acepta y la hace muy
bien.
Casi toda la acción en Birdman ocurre al
interior de un teatro en Broadway, y los espacios son el camerino de Keaton, el
escenario, o incluso la azotea del edificio, que se presta para los flirteos
entre E.Norton y E.Stone.
Esta condición de una “vida” en el teatro nos recuerda
dos películas muy valiosas que se sirven de similar escenario para narrar sus
historias, Ser o no ser (1942),de Ernst Lubitsch,y El último metro (1980),
de Francois Truffaut. Aunque la temática específica de Birdman dista de aquellas
obras, se mantiene la idea de la “representación” de la vida o de las vidas,
pues, al final, Alejandro González Iñárritu, aún en una película que marca una distancia
y una diferencia radicales en su filmografía, no se desentiende del todo de esa
obsesión artística y personal por la existencia, sus misterios y sus retos de cada día.
Birdman vuela alto ahora y con él, el trabajo de una nueva
generación de cineastas mexicanos (nombremos también al peculiar y muy
talentoso Carlos Reygadas), y por ende el de los latinoamericanos (la argentina Relatos salvajes estuvo nominada a
Mejor Película Extranjera), que mantiene su entusiasmo y mira el futuro con
optimismo.
(*) Crítico de cine
Ph.D. - Latin American Literature
University of Pittsburgh