Manuel Domínguez Moreno, PRESIDENTE-DIRECTOR
Los que desde hace tiempo asistimos con preocupación, y hasta con estupor e incredulidad, a la aparente calma del pueblo ante los sucesivos reveses de la crisis, a cuyas anchas espaldas hemos cargado todos los recortes que la insaciabilidad de los mercados han ido dictando, sospechando que tan pasmosa tranquilidad no era más que sumisión y conformismo, los síntomas evidentes de una sociedad distópica que ha renunciado al pensamiento crítico y que asiste impasible al expolio de sus derechos y al escarnio de su dignidad, la supremacía de un poder ilegítimo y totalitario que manipula y adoctrina hasta anular y exterminar cualquier atisbo de conciencia social colectiva, convirtiendo en ficticio todo aquello que hasta entonces había sido inamovible, como las conquistas sociales o el bienestar, la prevalencia de los servicios públicos y el libre acceso a la sanidad y la educación.
Todos aquellos resortes del Estado que nos igualan a todos en la consecución de un modelo de convivencia más libre y más justa; todos los que hemos pregonado en el desierto un cambio que nunca se concretaba, aquellos que no sabemos vivir sin ideología y que nunca renunciamos a los principios éticos, comprobamos hoy que el estallido social está a la vuelta de la esquina y que el aliento de la calle anuncia que, en efecto, se ha producido un cambio, leve en sus orígenes, pero imparable en su ejecución, una convulsión en la columna vertebral del sistema que, si no desemboca en una regeneración democrática y en la asunción de errores y de sus consecuencias, degenerará en una violencia que nadie desea, pero que no se podrá evitar. Y esa violencia reside hoy más que en el pueblo, que puede llegar a ejercerla, en unos dirigentes, ya sean políticos, económicos o líderes sociales, que llaman a sus correligionarios a ir por la calle con la cabeza levantada, a no avergonzarse de nada, a mostrarse orgullosos y arrogantes, y luego esconden la cabeza bajo el ala y como los encangrejados andan para atrás, dejando el terreno baldío y asolado a su paso. Esa sacudida social llegó primero como un rumor, como ese rugir ensordecedor del interior de las entrañas de la tierra que anuncia el terremoto inminente, y ya no quedará piedra sobre piedra cuando estalle. Ese clamor popular de la calle no es sino el impulso vital, el ánimo, el esfuerzo y el valor que propiciará el cambio. Y ello es posible porque hemos consentido que la democracia se convierta en un instrumento al servicio de la corrupción y la ambición sin límites, porque hemos ocultado la verdad y dado carta de naturaleza a la más flagrante de las mentiras, porque se ha gobernado de espaldas al pueblo y se han puesto vallas al máximo órgano de representación de la voz popular, que se pretende aíslar de sus legítimos moradores con la fuerza de la represión. Creo sinceramente que ha llegado la hora de reclamar el poder y volver a ser dueños de nuestro destino, porque la alternativa no puede ser elegir entre un mal y un mal peor. No es de recibo asfixiar al pueblo condenándolo a la más vergonzante miseria, a la pobreza y la necesidad, mientras se ruega a los ricos una limosna para aliviar el hambre. Yo no quiero que los miembros del selecto club del IBEX 35 se bajen el sueldo, solo pretendo que paguen sus impuestos, que no blanqueen el dinero negro, que no evadan el capital, que cumplan la ley como la cumple cualquiera de nosotros y si no, que se atengan a las consecuencias, que no se vayan de rositas como si tal cosa. La historia no es un proceso mecánico; los hombres son libres para transformarla. Por eso, la vida es una serie de colisiones con el futuro; no es una suma de lo que hemos sido, sino de lo que anhelamos ser.
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