9 ene. a las 12:40
Creyéndose los últimos guardianes de los valores culturales de la Vieja Europa, Theodor W. Adorno y sus amigos de la Escuela de Frankfurt abominaban del jazz, el rock y todos los estilos de música moderna de raíz afroamericana. Adorno no podía reprimir un mohín de repelús al hablar de los ritmos repetitivos y sincopados del jazz, “barbarie preartística” que representaba para él la antítesis de la gran tradición germánica de música culta. A Harry Haller, el misántropo melómano que protagoniza El lobo estepario de Hesse, le pasaba tres cuartos de lo mismo: la proliferación del jazz en las ondas y en los garitos es interpretada como un cáncer que está minando el legado espiritual de Occidente. Si queréis saber mi opinión, me da en la nariz que lo que tanto repugnaba de las nuevas formas de música popular a estas mentes conservadoras (Haller y Adorno, Adorno y Haller) era que, más que al espíritu, los ritmos afroamericanos hablan directamente al cuerpo. Esa fisicidad radical les resultaba odiosa a los apasionados de la música “seria”, ascetas que trataban de mantener sus almas puras, en sintonía con la armonía de las esferas y demás zarandajas platónicas.
En efecto, el jazz tiene sus orígenes en la carnalidad. La propia palabra jazz tiene una etimología muy discutida; parece que tiene algo que ver, al igual que el término funk, con los fluidos que destila el cuerpo en pleno trajín sexual. No podía ser menos teniendo en cuenta que el jazz se gestó en Storyville, el barrio de putas de Nueva Orleans. Si allá por el cambio de siglo la ciudad del delta del Mississippi era ya de por sí un bullente crisol de culturas, imaginaos cómo serían sus lupanares. El primer jazz, nacido allí entre gálico y navajazos, era música de baile en su quintaesencia. Popularizado en los locos años veinte, fue el causante a escala internacional de que los bailes se hicieran más provocadores y las faldas más cortas. Los moralistas no dudaban en culpar al mismísimo Satanás de esta revolución, mientras que nuestro amigo Adorno veía en los sincopados movimientos del shimmy y del foxtrot “rasgos convulsivos que recuerdan al corea o a los reflejos de animales mutilados”. Pero pasaron los años y ocurrió algo que Adorno habría visto complacido como una maquiavélica forma de justicia poética: el jazz empezó a recibir subvenciones del gobierno, a enseñarse en las universidades y, finalmente, a convertirse en música highbrow que se escucha sentado. Desalojado de las pistas de baile, el jazz pasó el testigo a otros géneros nacidos del tronco común afroamericano: rock’n’roll, rhythm’n’blues… y luego el funk, el disco y las nuevas etiquetas de la era electrónica: hip hop, house, breakbeat, drum’n’bass… Estilos dispares con un objetivo común: que movamos el culo.
Y de mover el culo va la cosa. Ya lo decía, con un feliz eufemismo, el título de un tema clásico de rock’n’roll: Shake Your Moneymaker. Elmore James lo grabó en 1961; y, por supuesto, lo grabó en Nueva Orleans, la ciudad del mestizaje y de los culos basculantes. Es precisamente en las calles de Nueva Orleans donde, tres décadas más tarde, nace el bounce, un subgénero local de hip hop descaradamente orientado a la pista de baile. Uno de los pasos estrella del bounce es el conocido en el slang local como twerk, palabra que es mezcla de work, twist y jerk; su uso está registrado por primera vez en un doce pulgadas de DJ Jubilee de 1993. La mujer que quiera entregarse a un frenesí de twerking tendrá que agacharse, sacar culo y agitar las caderas arriba y abajo, haciendo rebotar las nalgas a gran velocidad. El twerk es una celebración de los glúteos femeninos en movimiento. Su nada disimulada función es la de calentar y provocar a la concurrencia, o lo que llamamos en inglés tease (como en strip tease). No en vano el twerk está relacionado con los movimientos de lap dance con los que las strippers de barra americana obsequian por turno a sus babeantes clientes.
Miley Cyrus desencadenada. Fotograma del vídeo de la canción We Can’t Stop (2013).
El twerk, sin embargo, devino fenómeno viral por culpa de Miley Cyrus. Desesperada por deshacerse del sambenito de niña Disney que lastraba su carrera musical, esta rapazuela de Nashville (ahijada de Dolly Parton, no os digo más) quiso dar la campanada con el lanzamiento de su disco Bangerz (2013), y lo hizo con un cambio drástico de su imagen y de su actitud: luciendo tatus, fumando hierba y ofreciendo un despliegue de obscenidad sin precedentes. “I can finally be the bad bitch I really am”, declaraba frente a las cámaras. En el videoclip de su single Wrecking Ball veíamos cómo una recién metamorfoseada Miley Cyrus, armada de maza de obra, hacía añicos la crisálida de Hannah Montana. En un delirio de narcisismo, con Bangerz la postadolescente rezumante de Chanel aspiraba a convertirse en el icono sexual supremo de la generación youtube: la Madonna del siglo XXI. Sin embargo, sus intentos generaron en el público más vergüenza ajena que testosterona.
Como parte de su plan maestro, la dulce Miley buscó la forma de levantar polvareda mediática explotando reclamos sexuales atípicos y novedosos; era difícil, empero, encontrar recursos poco trillados en el mercado: a la sazón las sexualidades no normativas, fuente inagotable de morbo y ventas, estaban ya copadas en el escaparate global por la talentosa barbadense Rihanna y sus apologías del rollo bollo y del BDSM (I like it like it, c’mon, que decía el estribillo). La bombilla se le encendió a nuestra refugiada de la factoría Disney durante una estancia en Nueva Orleans; allí descubrió de primera mano el twerk y decidió apropiárselo para sus propios fines megalomaníacos. En videoclips, conciertos y todo tipo de apariciones públicas, la cantante se empleó a fondo en usar y abusar de sus dudosas habilidades de twerking (no seré yo quien niegue que Cyrus tiene una voz estupenda y unas dotes de entertainer fuera de lo común, pero la pobre es un saco de huesos y para hacer twerk en condiciones hay que mover carne en abundancia). De esta manera, y como lleva más de un siglo sucediendo en los USA, las comunidades afroamericanas desarrollan formas viscerales y auténticas de cultura popular para que luego algún blanco avispado de la industria musical se las descubra al gran público, llevándose toda la fama y dinero a mantas.
Hoy el twerk es cultura de masas. A través de la MTV, oráculo de las tendencias urbanas, el otrora baile endémico de los guetos de Nueva Orleans ha colonizado la libido global a golpes de nalga. Pero, rascando un poco más, ¿de dónde viene realmente el twerk? Como ocurre con tantos otros ritmos, pasos y melismas de la música negra estadounidense, sus verdaderas raíces están en África. En una impactante secuencia del documental Rize (2005), David LaChapelle ilustraba el asombroso parentesco entre ciertas danzas ancestrales del África subsahariana y nuevas formas de baile urbano (clowning y krumping) surgidas en los noventa entre los afroamericanos de la inner city de Los Angeles. Exactamente lo mismo ocurre con el twerk, primo lejano de una amplia familia de danzas africanas cuya tradición aún sigue viva, pese a que el celo de los ulemas las mantiene en muchos países en la semiclandestinidad. El mapouka de Costa de Marfil, el leumbeul de Senegal, el baikoko de Tanzania, el niiko de los bantúes de Somalia: son bailes por y para el culo, canalizadores de una energía primigenia que apela sin ambages a nuestro apetito sexual. Nos recuerdan que toda danza proviene, en el fondo, de los ritos de cortejo. Y he aquí que algo tan santo y tan bello ha sido banalizado en los tiempos que corren, convertido en vacuo trending topic y destinado a vídeos de petardas solipsistas (véase más arriba) y a anuncios de ropa. ¡Claro que sí, guapi!
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