Papel de Arbol

domingo, 16 de abril de 2017

UNA SERENATA CON HISTORIA

NE: Para los lectores de Papel de Arbol, una crónica del  Director
de la Lira  Huaylina, David Flores Vásquez uno de los conjuntos musicales 
que más ha contribuido a la integración de diversas  generaciones del
Callejón de Huaylas.  Sus  integrantes siguen manteniendo
un profundo la lazo con su tierra natal. 
Una hermosa lección de cómo las artes, empezando por la musica, la literatura, el cine....logran cerrar
conflictos ancestrales y construir mejores oportunidades de vida. 

La Lira Huaylina, ha  cumplido mas de una vez, en múltiples  lugares del mundo,
una excelente tarea diplomática. El Ministerio de Cultura del Perú, nunca ha tenido el coraje
de dar realce a estas manifestaciones,

Los cajones y armarios del MC, están repletos de estudios que no llegan a ninguna parte.
Jamás se le ha ocurrido a un ministro de Educación a la   promoción de estas expresiones
legítimas de los pueblos más bellos  del Perú. Si seguimos las lecciones de Bolivia, Chile, Ecuador,
Venezuela, Cuba, bien se podría dar un salto contra el racismo y el  asalto a las arcas del  Estado.

Jorge Zavaleta  Alegre,  Grupo El Mercurio de
Madrid/Washington DC.
https://youtu.be/_iL1TBpWZ5s

https://www.youtube.com/watch?v=_iL1TBpWZ5s
La Lira Huaylina
Por  David  Flores  Vásquez
Corría en Huaylas, Ancash, seguramente, la tercera o cuarta década del mil novecientos y había una familia en la que tres de las hijas mayores estaban listas para el “casorio”. Por cierto eran muy atractivas. Yo las conocí cuando ya habían pasado la primavera y seguían guapas.

Ante ese regalo de la vida, no faltaban los sensibles “Romeos” que querían echar su numerito al ánfora. Uno de ellos, al que llegué a conocer, era para entonces un joven si bien atractivo, medio bohemio, que quiso hacer méritos llevando una serenata al llegar el santo de la mamá. Todo indica que no estaba en la lista de los “elegibles” pues no obstante las tres piezas del repertorio, no se encendieron las luces, que era una señal de aceptación de la visita.

El discreto desaire era evidente por lo que, caballerosamente, no había sino que retirarse. Así hizo el grupo que, finalmente, se detuvo a dos cuadras a “rumiar” la pena. En ese trance, en la solemnidad de la noche, sin luz artificial entonces, en la que los pasos se sentían a distancia, el grupo percibió afanes en la esquina de la mencionada residencia. No quedó duda alguna. Empezó la música (arpa y violín) y a la tercera pieza se encendieron las luces. Eran bienvenidos. El grupo sí ingresó a la casa y se armó la jarana.

Los desairados destacaron un vigía a la esquina del movimiento. Este, periódicamente, narraba lo que veía “en vivo y en directo”. La casa era amplia con una sala respetable; la cocina estaba un poco distante, patio por en medio, en la que se cocinaba un sabroso caldo de dos gallinas en una olla grande de fierro, con asa incluida. 

Las hijas se turnaban, después de cada baile, para atizar la candela. (Era la época en que se cocinaba con leña). Luego de avivar el fuego, volvían a la sala a proseguir con el baile.

La pena del desaire generó finalmente una idea: “Debemos robarnos el caldo”.  En efecto: Calculados debidamente los tiempos del baile con la atención del fuego, dos jóvenes decididos entraron sigilosamente hasta la cocina portando un palo fuerte que pasaron por el asa de la olla. Se lo pusieron al hombro y salieron con el caldo hirviendo. El vigía quedó para conocer la reacción y vio que la chica de turno miró por todo lado en busca de la olla, sin encontrarla. Tuvo que reportar entonces en la sala la desaparición de la olla y se armó, dice, un gran alboroto.

Se por la versión que me dio el “desairado” que todos se fueron con la olla por una calle solitaria en total silencio. Que en secreto se fueron a una casa y consumieron el caldo y las buenas presas hasta saciarse y que enterraron la olla con todos los huesos en una quebrada prometiendo guardar el secreto, bajo juramento.

Se supo que en la familia “damnificada”, todos sospechaban de los integrantes del primer grupo, pero no los llegaron a culpar, pues no había pruebas concretas. La olla nunca apareció y debe seguir enterrada.

La anécdota la conocí por versión personal del protagonista que solo admitió el nombre de uno de los ”conspiradores” cuando le barajé diversos nombres. Cumplió con guardar el secreto prometido.

Yo que he tomado muchos caldos de gallina en las numerosas serenatas que he dado en mi vida, creo que no probé el mejor que pudo darse en mi tierra.