Jorge
Zavaleta Balarezo
Ella solo quería vivir la vida. Así, simplemente. Así de simple. Y así me
lo hizo saber, desde el principio. No, no se trataba de poner condiciones,
nada de eso, ella no era de esas chicas que se hacían de rogar, ella iba por
la autopista de la vida, directa, a toda velocidad, sin pedirle nada a nadie.
Ella, siempre ella.
Cuando la conocí, bailaba en una discoteca, de noche. Se confundía con
otras decenas de bailarines y bailarinas. Yo aferraba mis dedos al vaso de
Coca Cola, un absoluto extraño bebiendo una gaseosa en el bar. A ella la
divisé de lejos. De pronto un intercambio de luces y ella apareció, justo al
fondo del escenario. Llevaba una camiseta sin mangas, recuerdo que vi sus
brazos largos y blancos, la mitad del rostro efervescente, la otra mitad aún
la ocultaban las sombras de la fiesta. Pude haber dicho y hecho muchas cosas
esa noche. Sucedió hace unos dos años. Yo estudiaba un doctorado en una
universidad norteamericana. Era el tiempo preciso para ponerme a pensar que
lo mejor era mandar todo al diablo y volverme a mi incomprensible país. Pero
no lo hice.
Pasaba horas enteras en la biblioteca, era mi segundo hogar. Sustituía
mis propias fantasías con la precisa visión de las chicas rubias, castañas y
pelirrojas de cabello largo, mallas elásticas y piernas que siempre serían un
ensueño. Las buscaba con la mirada, las encontraba. Algunas, a veces, me
sonreían. Entonces sentía estar en el séptimo cielo. Me tenía que despertar
en algún momento, volver a mi mundo, a trabajar, a preparar la clase que
dictaría al día siguiente. Yo, el previsible, me había convertido en la persona
más descuidada. Me iba a descansar en un sofá, en el café de la biblioteca,
tomaba asiento frente a una chica divina cuyo rostro grácil y juvenil
encendía mi pasión igual que la de un adolescente. Lo cierto es que la
adolescente era ella, cruzando las piernas, meditando, la cabeza metida en su
libro, atenta a sus apuntes. De pronto me miraba. Una sonrisa. O dos. Ya
tenía mi función de cine nocturna adelantada. Así era yo. Dejarse llevar,
como un barco que cruza el océano, a algún lugar vas a llegar. Vas a ver.
Entonces, me dormía. Creo que estaba sonando porque sentí que alguien me
golpeaba en el hombro. Vi a otra chica, igual de celestial, otra vez el
cuidado y largo cabello, las panties de una vampiresa posmoderna. La miré.
Todo sonrisas, ella. Disculpa, le dije. Se alejó, dejándome el encanto de su
coquetería. Tenía que concentrarme en mi trabajo de profesor entonces. Pero
prefería ver películas. Saqué cinco de la biblioteca. Iba a ser un festival
ese fin de semana. Antonioni, Bergman, Tarkovsky. No habría principio ni fin,
sólo los DVD que yo insertaría en mi computadora. Ah, el magnetismo del cine,
vieja compañía, viejo amigo desde hace tantos años. El único amigo, el único
que no me abandonó. No me importaba el mundo. Podía saciarme mirando
películas una y otra vez. Y volver a empezar. Ah, y la clase, ya casi
terminaba el plan. Les hablaría de Cortázar a mis estudiantes. No sería
fácil. Nada es fácil en esta vida. Yo lo sé más que nadie.
Sentía la necesidad de irme, a ratos. La universidad me gustaba pero los
fines de semana eran un aislamiento sin salida. De eso quería escaparme. Pero
quería terminar el doctorado también. Uno tiene que elegir, yo lo hice. Me
comí las uñas y soné mi nariz. Enjugué mis lágrimas. Tal vez no era para
tanto. Iría al bar, a la discoteca, conocería a una chica, nos miraríamos.
Ella sería una intelectual descocada, una heroína de Hollywood que quería
encontrar su propio mundo de Oz. Yo estaría a su alcance. Nos entrelazaríamos
locamente, sin ninguna dificultad. Yo sentiría el agua que caería de la
ducha, a chorros, mojando su cuerpo y el mío. Su piel sería mi mejor
presente. La tomaría por la cintura. Ella me brindaría su espalda. La
jabonaría. Ella reiría, me regalaría su sonrisa, su encanto. Volveríamos a la
cama. Besaría su frente. Sus ojos luminosos y deliciosos. Ella acomodaría sus
piernas entre las mías. Su piel era un regalo. Podía sentir el silencio de la
noche, ver la habitación oscura, sentirla a ella sobre mí, inventando
sonrisas, postergando todas mis tristezas. La sentía dentro de mí. Y esto
debería haber durado para siempre. Una eternidad. Un sueño. Un arcoíris.
Podría inventarle un nombre, Ann, Anne, Annie, Amber, Alaina, Angel, Alana...
Me acabaría el abecedario. Y volver a empezar...
Tuve que ir temprano a mi salón de clases. Sólo dos alumnos estaban
realmente interesados en Cortázar. El resto eran convidados de piedra.
Desperdicié mi tiempo. Pero era parte del asunto. Un juego. Eso, el doctorado
es un juego. Alguna vez lo vas a ganar, lo vas a tener, va a ser tuyo, vas a
romper tu diploma en mil pedazos y vas a gritar que amas la vida. Escribí dos
palabras en la pizarra y les deseé buen fin de semana a mis alumnos. Kaitlin
se acercó con una pregunta. Ah, linda Kaitlin, cómo olvidar tus ojos
virtuosos, la sonrisa que me obsequiabas mientras escuchabas mis
explicaciones. “Gracias, Jorge”, me dijiste al final. Yo miraba cómo tus
piernas se alejaban, casi deslizándose, hacia la puerta. Guardé el computador
y dejé el salón. Quedaban muchas clases aún. No era fácil, pero yo tenía mi
filosofía.
Entonces vi a la chica en la discoteca. Absolutamente quimérica y, sin
embargo, en un descanso del baile, tropezamos. Así es el amor. Me miró. Los
ojos eran dos ventanas incandescentes. Me preguntó por qué bebía Coca Cola.
Me sonreí. Calculé lo que podría pasar esa noche, si toda la suerte del mundo
me acompañaba. Su inglés era el más correcto que he escuchado en mucho
tiempo. Comenzó a fumar un cigarrillo. Tú enseñas en Pitt, me dijo. Asentí.
¿Español? Sí, confirmé. Me miró, quería que bailáramos. Qué podía hacer.
Pronto estuve moviéndome en la pista, escuchando mis nostálgicas tonadas de
los 80. Me abrazó. Sentí emoción y angustia, mezcladas, por un momento. La
próxima vez la guiaría, no le quitaría la mirada, la poseería con la mía.
El show siguió y yo era incansable. Pero ella aun más. Llegó la hora de
la despedida. Claro, vendría el próximo viernes. Y el sábado. Me estrechó la
mano. Me dijo hasta luego en español. Crucé la pista, la estación de gas, una
calle y llegué a mi buhardilla. Una vez en mi cama traté de analizar la
situación. Me ganó el sueño, la noche unánime de la que habla Borges.
Volvería a la discoteca la próxima semana. Y sería un doctor en un par de
años. Vale la pena soñar. ¿Qué ocurriría, realmente? Imaginé su espalda tersa
y desnuda, la camiseta sin mangas que caía al suelo. La sentí meterse junto a
mí en la cama.
En el aeropuerto, sentí mi propia discreción. Llegó el tren y me llevó a
la puerta 47. Dejaba Pittsburgh. Por un par de meses. Lima no era el mejor de
los mundos pero, mal que bien, allí había crecido y me había interesado por
la literatura, mi alma gemela. El vuelo fue cansino, lento. Mis padres me
esperaron con los brazos abiertos. Comí arroz con pato y bebí Inca Kola la
primera noche. Dormí como un cerdo, arrullado por mi infinita colección de
CD. Quise hacer planes, intentar salidas, pero me di cuenta de que no conocía
a nadie. Ya había pasado mucho tiempo. Caminé todo Larco, Comandante Espinar,
Pardo, la Arequipa. Era invierno y Lima se volvía una mancha negra, ni
siquiera gris. Decidí encerrarme en mi habitación. A veces no salía en tres
días. Mejor para mí.
De nuevo, las despedidas. A abrazarse con los padres y partir para
Pittsburgh. Coincidió que era sábado cuando llegué. Fui al bar, la discoteca.
La esperé a ella. Llegó, me saludó. Sonreímos. Bailamos. Me llevó en su auto
en plena madrugada. Ya no había historias que inventar. Efectivamente, su
camiseta sin mangas cayó de la cama. Sus pechos eran fantásticos. Acaricié
sus hombros, recorrí sus piernas, sus muslos. Besé su sexo. Fui feliz.
Despertamos. Me invitó café. Le dije que la quería toda la vida, junto a mí.
Que sería Doctor en Literatura Latinoamericana. Un Ph.D. Lo voy a pensar, me
dijo. ¿Quieres estar conmigo?, le pregunté. Quizá, me dijo. Se rió y se tapó
la cara con la mitad de su cabellera larga.
Pasamos el fin de semana juntos. Luego volvieron las clases y la rutina.
No me soportaba a mí mismo, nunca, jamás. Intenté ver más películas, todavía
más. Comencé a escribir mi tesis. A veces simplemente odiaba este trabajo. La
quería a ella, a la chica de la disco, pero no siempre nos encontrábamos.
Para ser francos, era demasiado joven para mí. Compartir una cama una noche
con un hombre venido del Sur Global no era, necesariamente, todo para ella. Pero,
igual, repetimos los actos sexuales y amatorios y ella comenzó a aceptarme.
También escribía, como yo. A veces. También era obsesiva. Tenía un tatuaje en
el muslo izquierdo. Un dragón pequeño,
echando fuego.
Voy a terminar aquí esta historia. Es tarde y mañana tengo que programar
la defensa de mi tesis doctoral. Sí, seré un Ph.D. en un mes. Rápido pasa el
tiempo. Será mi regalo de Navidad, de Año Nuevo, el esfuerzo y el sacrificio
riéndose complaciente y socarronamente frente al espejo. Aún tengo el teléfono
de ella. La dejé de ver, hace un tiempo. Fue un mutis de común acuerdo. Quizá
la llame para Navidad. No sé, no puedo saber, si volverán esos tiempos
gloriosos en su apartamento, en su habitación, en su lecho, o sólo sentir que
conduce por la autopista, hablándome de rato en rato, demostrando que es
feliz y se siente contenta, plácida, junto a mí, a su lado. Vamos a descubrir
si aún podemos encender esa magia. Forever.
Lienzo de July Balarezo Historiadora y Taller Teresa Mestres Miraflores Barcelona.
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