Francisco Carranza Romero
Linguista, profesor de
la Universidad de Corea del Sur
Educarse
es seguir el proceso. El
ser humano sincero, desde tiempos antiguos no se siente autosuficiente, necesita
a alguien como referencia o guía para comprender su mundo (espacio, tiempo,
cultura). Los que comprenden mejor el mundo son los que logran la superación
física, mental y espiritual. Este proceso de maduración mental y espiritual en
el hogar, en la escuela y en la sociedad diferencia a unos de la gran mayoría.
Desde
que la educación se escolariza comienza la diferenciación porque intervienen
muchos elementos: docente, alumno, currículo, local, material didáctico y
documento del proceso alcanzado.
Las
escuelas se abren primero en los palacios. Los mejores locales escolares son
construidos en las ciudades. Los materiales didácticos (libros, laboratorios y
equipos de multimedia) también están más al alcance de los citadinos. Por esta
diferenciación, los pobladores de las áreas rurales, los campesinos, tienen que
enviar a sus hijos -algunas veces en edad infantil- al pueblo donde hay
escuela. Los padres y los hijos del campo sufren este doloroso desgarramiento
familiar por optar la educación escolarizada. Muchos desertan; y pocos continúan
hasta donde pueden. El citadino común no comprende ni se imagina este
sacrificio porque todo lo tiene cerca.
Los
docentes, en su gran mayoría, no son misioneros de la educación; son personas
que prefieren laborar en las ciudades donde hay comodidades y ventajas. Sin un
buen incentivo no hay la motivación para laborar en las áreas rurales; peor, si
éstas quedan muy distantes de las urbes. Sin embargo, a pesar de estas enormes desventajas,
hay estudiantes del campo que, haciendo grandes esfuerzos, tratan de cumplir
las etapas del proceso escolar.
La escolarización es rito y tortura.
“La educación es hoy la versión contemporánea
de la piedra filosofal (Alquimia)... Es el procedimiento mediante el cual los
metales ordinarios son amasados a través de sucesivas etapas hasta que brillan
como el oro puro… Hoy, la fe en la educación se ha convertido en una nueva
religión mundial”. (Iván Illich: Discurso ante la Asamblea Mundial del World
Council of Christian Education, Lima 18 de julio de 1971).
La
escuela, como dice Illich, se ha convertido en el templo que transforma a los
seres humanos. “Extra eclesiam nula salus est” fue el principio usado por los evangelizadores
cristianos. Ahora podemos decir: “Extra scholam nula salus est” (Fuera de la
escuela no hay salvación). “Todo el poder terrestre va rumbo a las manos de la
minoría educada” (Iván Illich, texto citado). Si los certificados, documentos
de poderes mágicos dentro del mundo burocrático, sólo sirviesen para reconocer
los logros escolares alcanzados, qué bien; pero, desgraciadamente, sirven también
para diferenciar a los que tienen los certificados de los que carecen de estos.
La escuela, así, es una institución diferenciadora y hasta discriminadora.
El
poeta César Abraham Vallejo Mendoza (1892 – 1938) narra su dolorosa experiencia
andina, ya que tuvo que abandonar su hogar para ir a otro pueblo a continuar el
rito escolar. En su pueblito no había un colegio.
“Lánguidamente
su licor.
-Y mañana, a la escuela -disertó magistralmente el padre,
ante el público semanal de sus hijos.
-Y tal, la ley, la causa de la ley. Y tal también la
vida. Mamá debió llorar, gimiendo apenas la madre. Ya nadie quiso comer. En los
labios del padre cupo, para salir rompiéndose, una fina cuchara que conozco. En
las fraternas bocas, la absorta amargura del hijo, quedó atravesada”.
La
experiencia de César Vallejo es conmovedora: La madre acepta la separación del
hijo soportando el llanto, pero gimiendo en su interior. El padre, después de
pronunciar la dura decisión, no puede sacar la cuchara que había entrado en su
boca. Los hermanos y César sienten la amargura y dureza de la vida. Todo este sacrificio
es por la escuela.
Yo
también tuve que abandonar mi familia y mi comunidad (Quitaracsa, a 3300 snm,
ubicada, departamento de Áncash, Perú) a tierna porque mi escuelita era sólo
hasta el Segundo Año de Primaria. Saboreé el trago amargo de la escolarización.
Mis padres y hermanos mayores acordaron enviarme a Caraz (capital de la
provincia de Huaylas, a dos días de viaje por camino de herradura hasta la
carretera; de allí a dos horas en carro) porque querían que yo continuara los
estudios para no ser otro peón de la hacienda. Mi comunidad había sido
registrada en las notarías por unos vivos que, denunciando, se creían dueños de
tierras y pobladores. Mi recuerdo infantil: mi abuelo materno, mi padre y mi
hermano mayor perseguidos y maltratados por los gendarmes enviados por las
autoridades judiciales y policiales. La proclamación de la independencia del
Perú, 28 de julio de 1821, no benefició a los pobres campesinos quechuas.
Ahora
les comparto mi primera despedida por tener que ir a la escuela lejana.
“¡Aywallaa mamay!”
(¡Mamita, ya me voy!)
Me despido desde la
puerta de la cocina. Ella alza la cabeza: Shumaqlla
ayway (Que te vaya bien). Pero, pronto se agacha. Sólo nos vemos por un segundo. Está muy ocupada. Está enjuagando los mates
y ollas. Sin embargo, apenas yo desaparezca, el manantial de sus ojos se
desbordará.
Si me despidiera
tocándola, sintiéndola; ella me abrazaría fuerte; y yo ya no me arrancaría de
ella. Ambos lastimaríamos nuestros frágiles corazones; derramaríamos más
líquido sobre los mates y ollas.
Ahora, ya
septuagenario, recurro a la razón: Imposible, mamá, volver a ti. Al nacer ya
inicié el camino. Soy producto del largo viaje.
Sin embargo, sueño
mucho con las despedidas. Cuántas veces digo desde cerca, desde lejos:
¡Aywallaa mamay! ¡Aywallaa mamay!
Nuestras lágrimas
riegan el borde del camino. Estamos regando nuevas plantas.
La escuela no es una panacea, pero es una esperanza.
A
pesar de los sacrificios de los pobladores que viven lejos de las urbes, la
escuela cambia la sociedad cuando la praxis laboral se basa en la sana meritocracia.
Los pobres, gracias a la educación, mejoran sus condiciones. La buena escuela,
aunque no sea una panacea, desarrolla la revolución pacífica que el mundo
necesita; está contra la depredación de la naturaleza; promueve la fraternidad
y la interculturalidad que supera la clasificación cultura oriental / cultura
occidental; construye la sociedad inclusiva sostenible.
Sin
embargo, también debemos aceptar que de la escuela egresan ciudadanos de toda
laya: honrados y ladrones, veraces y mentirosos, laboriosos y haraganes, generosos
y egoístas, constructores de utopías y destructores de sueños, demócratas y
dictadores, idealistas y pragmáticos, leales y traidores…