Lienzo de July Balarezo Historiadora e integrante del TallerMestres, Barcelona-Lima.
Psicoanálisis
estival
(14 Febrero 1968.-2017)
Cuando llegan las seis de la tarde —esa hora que
encierra, juntas, incertidumbre y esperanza—, desde el malecón de Pucusana se
observan las ondas marinas, furiosas, en un constante devenir, hambrientas de
venganza. Los minutos, a la par, persisten en su paso hasta que el sol —un
círculo amarillento, casi rojizo— se esfume, tragado por la tierra, allá en el
lejano horizonte, cediendo, aunque de mala gana, su lugar a la tenebrosa
oscuridad: símbolo eterno de la noche que todo lo cubre, tratando de comportarse
como un bondadoso ogro mitológico.
María surge de pronto, caminando con lentitud. En la
playa, las olas remueven las piedrecitas, las cambian de posición, queriendo
dar a entender aún más —¿por qué serán tan obstinadas?— su consabida
superioridad. Los pasos de ella —intentando detenerse de a pocos— son certeros.
Son pasos que imitan los tiros al blanco, escuchados hasta hace poco: tiros de
cazadores practicando antes de sus matanzas, por las tardes. Su piel, a pesar
de la oscuridad marina del momento, se advierte bronceada, aunque es blanca de
origen. Cubierta por prendas fugaces. Los tiros están dispuestos a herir o
matar aves indefensas, inquilinas de ese cielo límpido, un manto con blancos
adornos gaseosos. Una blusa crema con botones del mismo color, semiabierta,
provocando, sugiriendo. Sonreía. Un pantalón de esos popularmente llamados
calientes, un short, azul y desteñido.
Ella le
sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de
alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado. Aturdido.
Él se cruzó con la esbelta figura cuando se
aprestaba a bajar las gradas de concreto, camino a la orilla. Si ella fuese
como la prenda y quizá más, quizá ardiente, la alegría, visitante oportuna,
aumentaría. Allí, ausencia de gentes. Pucusana, la apacible caleta al sur de la
metrópoli, tiene más barcos que personas. Ondas y ruidos parecieron
tranquilizarse por la soledad presente. La caleta es portadora de una
espléndida hospitalidad, con sus restaurantes dispuestos a recibir acalorados,
sedientos clientes, y sus casas blancas, con agua para vender en las puertas,
dicen traída de muy lejos, nunca de dónde.
Esa noche, desacostumbrada a visitantes así, se preparaba a recibir la
exclusiva forma de la damisela de paños llamativos, seductores, fugaces. Eróticos.
Él, sin quererlo, empezaba a conocerla. Luego —apenas unos instantes
posteriores, deseándolo ahora— a amarla. Una población tranquila. Un lugar
acogedor, frecuentado por familias enteras, ávidas de ocio, placer —¡ah!— y
diversión —¿qué más podía hacerse?— en la época estival.
Al principio no entendió o no quiso hacerlo, esa
enternecedora sonrisa canicular —sí, porque el veintiuno de diciembre estuvo
aquí y esta era su secuela—, mostrada por unos dientes blanquísimos, partes de
una boca romántica… labios carnosos, rojizos…
Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo
las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado.
Aturdido. Sus pies se negaban a dar pasos. Su cuerpo, él mismo, no sabía qué
hacer, qué decir, qué plantearle o proponerle a esos hermosos ojos incansables.
Se recostó en la arena. Su cuerpo delgado, su blusa
enterrada. Con la grava y arena formaba un trío. Grava y arena, grises y frías.
No importaba. También, en el suelo natural, los largos cabellos rubios
descansaban. Cerca, un rompeolas dejaba escuchar el ondulante pero sobre todo
violento recorrido marino, intentando rendirle a ella un homenaje que aceptaría
como otro cumplido —debía estar demasiado acostumbrada—, nada especial
—pensaría—, recibido con una fingida indiferencia.
Bajó por fin a tratar de conversarle. Primero la miró.
Ella, aunque no lo distinguía, buscaba el horizonte. Las estrellas los
acompañaban, tan lejanas y útiles a la vez, sin encapricharse, sencillas,
iluminando desde donde estuviesen así sólo vivieran en ilusionadas mentes.
Necesitaba hablar con alguien. Él lo advirtió. Para fortuna propia, era el
único interlocutor posible en millas… y el más avezado.
Nombre. Dirección. Teléfono. Gustos. Manera no muy excéntrica, suponía, de
iniciar una conversación. Tanto para averiguar de una amiga recién hallada, una
amante en potencia. Optimismo. Intuía su nombre, su rostro era elocuente. Nombre
de virgen, no te equivocaste. Recostada y pensativa, qué pensaría
sobre su presencia. Seguro cavilaba en el próximo día, cuando, era una
costumbre, ese círculo brillante resurgiese de su exilio y volviera a iluminar
el paisaje, a aclarar el pueblo.
Por la mañana, los pescadores irían a encontrarse con el
alimento y la mercadería. Irían en sus bolicheras, lanchas carcomidas por el
tiempo eterno. En el pueblo, los heladeros buscarían clientes deshidratados.
Ahora, sin embargo, era de noche. Las luces se mostraban muy pálidas y ella
seguía echada en el borde, en las orillas veraniegas casi tibias, sintiendo la
brisa y balbuceando, al comienzo, algo, queriendo dar a conocer tantas cosas
que, de pronto, tenía metidas en la cabeza.
Su mente daba
vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se
negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la
orilla.
Se despojó de su blusa. En pantalón corto y
la parte superior del bikini entró al mar. Estaría gélido a esa hora. Ella
extrañaría al sol pero se conformaría con mojarse, remojarse en esas aguas
abandonadas al momento por el calor. Ella se bañaba y riendo salpicaba espuma:
luego empezaron sus carcajadas. Él quiso unírsele. Sentía ese éxtasis, como en
la película de Hedy Lamarr, tanto como la mujer que seguía internándose entre
las olas a manera de móviles arenales. La ropa no se despegaba de su cuerpo. Le
privaba de la tentación. Mejor, de la acción.
Escuchaba su risa, similar a la de una histérica, no sabía por qué, y recordaba
la conversación de antes. Su nombre, su apellido. Él se presentó. Luego ella,
con entusiasmo. Muy cerca, a pocos metros de ellos, se divisaba la isla de
rocas negras, una especie de pequeño acantilado. Hablaron de pintores
flamencos, de El año pasado en Marienbad en cine club,
de Thomas Mann, de la literatura que él estudiaba en la universidad. La
convenció para llevarla a almorzar. Se refirió al siguiente campeonato de
vóley, al teatro en la ciudad. ¿Y la urbe? ¿Cómo estaría? Más allá de vomitar
humo, uno de sus goces inevitables, otros hechos estarían ocurriendo. Los autos
iban hacia ella, por la vieja carretera, a contaminarla con sus tubos de escape
y anunciando su llegada con el infernal chirrido de relucientes llantas.
María dijo me voy y sus brazadas, tan ágiles y
sorprendentes, la alejaron de él, de su vista, y la contagiaron de mar, de agua
salada, de infinitud. Trató de ubicarla. Era tarde. La inmensa oscuridad del
cielo impedía cualquier pesquisa. Se perdió con rapidez entre las olas o
desapareció tras las rocas negras. Esperó quince minutos y no la veía. Se
impacientó. Transcurrió un rato, largo, nervioso. La madrugada reemplazaba a la
noche y él se decidió a investigar.
Dónde estarían los largos cabellos rubios. Dónde las
piernas bronceadas a plenitud y exhibidas en secreto. Dónde la mujer dichosa y
sonriente. Tenía esperanzas de poder encontrar su figura, escuchar otra vez su
voz, ver su cuerpo entero y plácido. Se zambulló en el agua y nadó hacia la
isla. Unas cuantas algas y otros tantos erizos fastidiaban el recorrido. Buceó
un poco. No estaba por allí. Quiso ser un submarino para explorar las
profundidades a ver si la ubicaba flotando entre el reino de lo desconocido.
Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían
escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más
siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla. Tomó sus prendas que
evidenciaron fidelidad mientras su dueño luchaba entre los límites marinos.
Se encaminó al pueblo. Pucusana debería estar durmiendo.
Qué hora sería. Ya el tiempo no importaba, nunca importa. Era el momento, él con
el cuerpo mojado —agotado y friolento— podía sentirlo, de las brujas que
quedaban de primavera y de los mostrencos veraniegos que soltaban sus hechizos,
cometían sus travesuras horrorosas tantos días, que, esta noche, la luna,
tímida, se negaba a salir, a presentarse entera.
Llegó a su casa. Se acostó, rendido. Los gallos cantaban
con sonora insistencia. No cesaban sus llamados a los durmientes, sus afinados
coros se convertían en sinfonías prematinales. El sol brillaba otra vez, entró
por la ventana con intensidad hiriente, molestando sus ojos, obligándolos a
abrirse. Los gallos y el sol, el estío y la naturaleza con su vehemencia le
dijeron levántate y estaba incorporándose, dejando, para no perder la
costumbre, la cama sin hacer, cuando llamaron a la puerta.
No recordaba mucho de lo ocurrido horas antes. Olvidó sus
posibles culpas y su nueva —misteriosa— amistad. Un oficial con revólver al
cinto, de esos tipos que usan uniforme y armas para intimidar y nunca lo
logran, se presentó y solicitó —él lo dijo así— su identificación.
Pudo rememorarlo. Ella. María, ese nombre flotando en su
sueño. El ofrecimiento a almorzar. Febrero era el mes de la canícula por
excelencia. El cine club de la ciudad de la torre. Que cuál es su nombre. Era
periodista. Que en qué periódico. Las cimbreantes tanguistas disfrutaban,
apenas el sol nacía, de su estada en el balneario. No tenía trabajo estable ni
pensaba conseguirlo. Algunos caballeros, la mayoría tímidos, miraban a las
bellezas desde el malecón. Que qué hacía aquí. A usted no le importa. Unos
golpes verbales hábilmente intercambiados. Le tocaba interrogar. Lo haría con
gusto. Con suspenso. Con temor. Que qué querían de él. El guardia no mencionó
para nada a María y menos a una chica que yacía en el mar, flotando sobre las
aguas con la boca abierta, mirando al cielo, esperando ser levantada por
ángeles anónimos, quizá hasta pecadores.
Era una simple revisión, un tipo de censo, le dijeron. De
la sociedad podía esperarse cualquier acción y más aún de sus fuerzas
represivas. Los autos jugaban a perseguirse en las curvas del cerro, mole
pétrea indestructible que protege, aunque no está cerca, el poblado. Los niños
seguían pensando cómo mejorar sus habilidades arquitectónicas a la par que
contemplaban el derrumbe, para ellos una catástrofe, de sus castillos arenosos
medievales. Fácil era hacer tortas, no construcciones fortificadas.
Las personas
presentes en la defensa escucharían atentas, quizá hasta estupefactas, aunque
el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal implicado, es
decir él mismo.
Le dijo chao al dejarlo en una esquina de
la avenida Pardo. Mañana
te veo. Pasaron los días, las horas, interminables, los
minutos angustiosos, los segundos como valiosas gotas de un antídoto vital.
Pasaron las semanas, los meses. Un año. Le salían canas, ficticias, y su espera
se prolongaba infinita, misteriosamente. ¿De veras se ahogaría en el mar
aquella noche? Qué sería de ella. El auto con la placa de rodaje (LOVE8$)
circulando por la tierra. Ella y sus ojos llamativos, guiñándole, permanente en
sus sesiones oníricas, en sus despertares sudorosos.
Compró un diario. Leyó la página cultural. Confirmó sus
sospechas. Esa tarde, la señorita María… sustentaría su tesis para optar el
grado de doctora en psicología en la universidad urbana. No continuó las líneas.
Imaginaba el resto. Una estudiante, futura psicoanalista,
conoce a un hombre e intenta examinarlo con extrema suspicacia. Ella corre al
mar, se esconde. El paciente, ignorante de que es tal, no la sigue y la deja
ir. Ella aparecerá en su casa y averiguará, por testimonio personal e
inconsciente, todo cuanto necesita saber de él, un falso amigo, un falso
amante. Anotó la dirección del auditorio. Se interrogó sobre su próximo paso.
Las personas presentes en la defensa escucharían atentas, quizá hasta estupefactas,
aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal
implicado, es decir él mismo. El jurado pensaría en el paciente. En el armario
del dormitorio encontró el revólver, igual que en las películas. Lo limpió, lo
introdujo en una bolsa de plástico, luego en el bolsillo interior de la
chaqueta. Salió rumbo a la universidad. En el camino, mientras el auto patinaba
en la autopista Ventura, se descerrajó, con violencia, un tiro en la sien,
segundos después de pensar en lo imposible. En ella. En María.
Escritor, crítico de
cine y periodista peruano (Trujillo, 1968). Es doctor (Ph.D.) en literatura
latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos).
Además, tiene estudios de literatura, periodismo, cine, publicidad y análisis
político en la Pontificia Universidad Católica de Lima (PUCP) y el Taller Robles Godoy. Su obra creativa incluye la novela Católicas (1998)
y una colección aún inédita de cuentos. Ha publicado ensayos y reseñas en
revistas académicas como Mester, Variaciones Borges, Revista
Iberoamericana, Nomenclatura, Visions of Latin America y Catedral Tomada. Su carrera
periodística incluye artículos y crónicas en diarios, revistas y agencias de
noticias como Gestión, Butaca, Voces (Perú), Argenpress (Argentina), Notimex (México) y DPA (Alemania). En 1998 participó en el
volumen colectivo Literatura peruana hoy: crisis y creación, editado
por la Universidad Católica de
Eichstätt (Alemania), con el ensayo “El cine en
el Perú: ¿la luz al final del túnel?”.
Sus textos publicados antes de 2015
108 • 112 • 116 • 120 • 123 • 127 • 133 • 138 • 143 • 175 • 261 • 288
Editorial Letralia: Q. En un lugar de
las letras (coautor)
Editorial Letralia: Residencia en la
Tierra de Letras (coautor)
Papel de Arbol, creado en 2006 en Lima por July Balarezo, Taller Mestres Miraflores-Barcelona.
y Jorge Zavaleta Balarezo, PHD en Literatura y Cine Universidad de Pittsburgh, PA EEUU.
Desde 2017: Julia Zavaleta Camerieri, Psicologa y Master en Administracion Economica por Mont St Mary University de Emmitsburg, MD.- Jorge E. Zavaleta Alegre Periodista.
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