Graciano Carranza, ahora descansa en su comunidad.
Escribe Francisco Carranza Romero.
Morir sin olvidar la humillación
El 20 de octubre de 2022, mi hermano Graciano, conocido familiarmente como Añañu, cruzó el río que separa las dos orillas de la existencia, y ahora descansa en nuestra comunidad. No estuve presente en el sepelio; pero, le entoné esta canción.
Kayllam naani, musyallashun.
Kawaq naani, ushakaq naani.
(Este camino, es única vía. / Vía de vida, vía que acaba.)
Entonces recordé la vida de Añañu (de niño, así pronunciaba su nombre recurriendo a los sonidos nasales palatales). Era un campesino multifacético: Seguía las fases lunares y sus influencias en la siembra y poda de las plantas; en la curación de las heridas, por eso, no castraba en la luna llena porque la herida se infectaba. Majadeaba la tierra para abonarla. Conocía las técnicas de la conservación de carnes, tubérculos y cereales. Tejía poncho, alforja, faja y honda. Tallaba batea, pocillo y cuchara. Tocaba mandolina, armónica y quena traversa que él mismo fabricaba. Interpretaba los cantos fúnebres de memoria o leyendo en su cuaderno de rezos. Y fue teniente gobernador de la comunidad campesina de Quitaracsa.
Una vez, enterado de la ausencia de sus vacas en el pastizal, propiedad común, comenzó la búsqueda y averiguación hasta que concluyó: Los abigeos, con la complicidad de uno del lugar, habían arreado a Lachog (centro poblado en el distrito de Ragash, provincia de Sihuas, departamento de Áncash, Perú).
Con la compañía de dos familiares viajó desde Quitaracsa tres días a pie y llegó a Lachog, y en el potrero del ladrón encontró sus ganados. Cuando quiso llevárselos; el teniente del lugar le aconsejó que primero denunciara el robo en Sihuas. Por eso llegó al juzgado de la provincia.
Al entrar a la oficina se quitó el sombrero mostrando sus cabellos en total desorden. El juez ya estaba enterado del asunto; por eso, apenas lo vio en el umbral desde su sillón, se arregló la corbata. Ni bien el campesino entró a la oficina habló fuerte para evitar más permanencia del visitante de mal aspecto.
-¡Tú estás arreando ganados que no son tuyos!
-Kikiipam, dukturcitu. Nuqaqa waataata riqiimi. Kikiipam. (Son míos, doctorcito. Yo conozco mi ganado. Son míos). -Y, Al decir, “Kikiipam” (“Son míos”), deixis personal, enfatizó golpeándose el pecho con la palma de su mano derecha-.
El juez de Sihuas se indignó al ver los gestos y al oír las palabras quechuas del campesino con el poncho envolviendo algo en la espalda, y amarradas las puntas en el pecho. Carraspeó, apretó los puños y abrió las manos de dedos tensos, se levantó y dio pasos de pisadas sonoras y fue hacia el campesino, no para darle la bienvenida. Teniéndolo a su alcance lo miró con mucho asco y desprecio.
-¡Habla castellano, carajo! -Gritó mientras daba un puntapié en la canilla izquierda del campesino que trastabilló, pero no cayó-. ¡Saquen de aquí a este indio antes de que lo mande a la cárcel! -Las partículas de saliva volaron en cada realización fonética-.
Dos auxiliares del juez agarraron y apretaron los hombros y brazos del campesino y lo empujaron hacia afuera donde dos mujeres lo miraban conteniendo la risa. Eran las hermanas del ladrón de vacas. Ellas ya se habían adelantado y calentado las manos de la autoridad. Así era la justicia en la ciudad. Este caso era uno más para el juez severo y humillador de los pobres quechuas. Y una demostración más de que los estudios superiores no forman gentes superiores.
Añañu, humillado y herido por la patada, volvió lamentándose a su comunidad. Él y sus acompañantes contaron que en Lachog estaban otras vacas robadas.
Después de dos semanas unos veinte quitaracsinos armados de hondas, garrotes, machetes, escopetas y mucha cólera entraron a Lachog en la hora del alba. Se dirigieron al potrero del abigeo de donde sacaron todos los ganados; de dieciocho, quince eran de los quitaracsinos, sólo tres eran del abigeo.
Los vecinos madrugadores comenzaron a agruparse mientras uno huía cuesta arriba como alma perseguida por el diablo. En ese momento Víctor López disparó su escopeta sin bala hacia el cielo de escasas nubes del mes de mayo. El estruendo despertó a más gente que desde sus puertas sólo miraba a los que arreaban sus ganados recuperados. Hasta que uno de mayor edad, que comprendía el suceso por ser el teniente, se les acercó y habló con voz apaciguadora.
-Oigan, señores. No todos los de aquí son ladrones. Nuqaqa Pomabamba runam kaa (Por si acaso, yo soy pomabambino). -Hizo la aclaración en quechua y bajando la voz para calmar a los visitantes dispuestos a todo-. Si los ganados son suyos, llévenselos. Ese que escapa por la cuesta es el ladrón huarmincho, sus hermanas lo protegen y negocian el ganado.
-Tres días de camino sin comer ni dormir bien. Todo, porque somos víctimas de los ladrones. Vamos a arrear también los tres animales del huarmincho para que él vaya a Quitaracsa a recuperarlos. Así sabrá cómo es el viaje. -El teniente de Quitaracsa hablaba castellano por sus estudios de primaria y la experiencia laboral en la ciudad-.
-Señor teniente, no estamos robando, estamos recuperando. -El presidente de la comunidad aclaró-.
-Manam warminchunaw suwatsu kayaa (No somos ladrones como el afeminado). -Graciano intervino y contó que el juez le había pateado en Sihuas.
El ambiente ya estaba calmado porque el teniente pomabambino hablaba quechua. Aparecieron más vecinos comprensivos que comenzaron a servir comida y bebida a los forasteros.
Cuando en una de mis vacaciones de estudiante universitario volví a Quitaracsa, mi hermano me contó y mostró su canilla donde el juez le había pateado. Dijo que sentía dolor cada vez que recordaba la humillación por hablar quechua. Y repetía con rabia el grito del juez: ¡Habla castellano, carajo! Otros que habían ido a Lachog a recuperar sus ganados también me contaron con mucho orgullo los episodios de aquel viaje épico. En la pampa del césped estaban los tres animales del huarmincho.
Entonces ya circulaba una canción de recuerdo y denuncia. Y el cómplice del ladrón ya estaba fichado.
Waakayuq, waakata rikaykullay.
Raqash suwakunam Lachuqpa apayanqa.
¡Atataw! Suwata yanapakuq.
Kawayta munarninqa, saslla aywakullay.
(Vaquero, cuida bien tu vaquita. / Los ladrones de Ragash se llevarán a Lachog.
¡Qué asco! Ayudante del ladrón. / Si quieres seguir viviendo, vete lo más pronto.)
Mi hermano, en cada reencuentro, me repitió ese amargo suceso. Al cumplir los 80 años también. Y tres meses antes de su fallecimiento volvió a mostrarme su canilla de 89 años de vida. Ahora, post mortem, supongo que ese recuerdo no grato ya no le hará doler la canilla que reposa en el vientre de la madre tierra.Ese funcionario, de estar aún vivo, ya será un nonagenario; pero, si ya murió, nuestras montañas habrían rechazado al alma de ese racista y prejuicioso cultural, y ésta estaría penando como condenada. Entonces, ¿le serán útiles los códigos y procesos judiciales? ¿Sabrá que hablar quechua no es un delito? Nunc, judex, judica te ipsum (Ahora, juez, júzgate a ti mismo).
Señor juez, su patada de desprecio y odio a un quechua no hirió sólo al hermano mayor; también impactó a todos sus hermanos, hijos, sobrinos, nietos, bisnietos.
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Francisco Carranza Romero.
Nació en 1946 en la comunidad campesina de Quitaracsa, en el departamento peruano de Ancash. Es lingüista y etnólogo. Ha enseñado en la Universidad Nacional de Trujillo, en el Perú, y desde 1981 es docente en Hankuk University of Foreign Studies, Seúl, Corea del Sur.
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