Papel de Arbol

domingo, 18 de noviembre de 2018

LETRARIA,TIERRA DE LETRAS y Psicoanálisis Estival

  

Pucusana, al sur de Lima. Foto jza, febrero 2012

Jorge Arturo Figueroa
La revolución de las comunicaciones, desde  los noventa a la  fecha, viene cambiando radicalmente el acceso al conocimiento y al derecho de comunicarse. El elitismo de la  sabiduría  y el desprecio al iletrado se derrumban cada minuto. La publicación  de ideas,  sentimientos o  realidades, va dejando de ser patrimonio de grupos  enclaustrados en sus torres de marfil.

Un ejemplo de  esta nueva realidad es Letralia, la tierra de las letras,  que transcurre  el Año XXIII de su creación en Cagua, Venezuela. ISSN: 1856-7983. Letralia, es la revista de los escritores de habla hispana.

En su lista  de escritores, a quienes ha publicado textos a partir de 2015, muestra un registro de más de 2.800 autores, entre 1996 y 2014, tanto en las 300 ediciones regulares de la revista como en los libros digitales de Editorial Letralia.

Jorge Gómez Jiménez, fundador de Letraria, afirma que  la literatura, como la vida, les niega el éxito a los débiles: ¿Cuál es el origen del nombre?:

“Quería construir la revista en torno a un concepto básico: una tierra literaria, una tierra común en la que se encontraran escritores y lectores. Además, necesitaba una palabra, una única palabra que dijera ese concepto. Esa palabra no existe, así que la inventé: Letralia. La terminación latina -alia significa “tierra donde se produce algo”.

 A partir de allí, todo el desarrollo de Letralia ha sido una metáfora de un país de letras, una suerte de geografía literaria en la que discurren las diversas secciones del portal: Ciudad Letralia, el espacio de firmas exclusivas de la revista, es “la metrópolis de las letras”; la sección de traducción literaria se llama TransLetralia; Fotán es “el valle de la fotografía”. Y los autores y lectores de la revista tienen hasta un gentilicio: son letralianos.

Letralia, entre otros logros,  obtuvo el Premio Nacional del Libro (Venezuela, 2007) y ha sido en dos ocasiones finalista, y una vez mención honorífica, en los premios Stockholm Challenge (Suecia; 2006, 2008, 2010). Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés, italiano, catalán, esloveno y chino.

Su balance en 22 años: Letralia  ha publicado textos de más de 3.400 autores y ese dato, por sí solo, ya da una idea de lo positivo del balance. Letralia se ha convertido en una de las más importantes publicaciones literarias de habla hispana; es además una de las más longevas y en su universo se congregan no sólo escritores de España y Latinoamérica. Hacer Letralia es un gusto, pero es un gusto complejo.

Letralia tiene su sede en Cagua, pequeña ciudad del estado Aragua; en el interior de Venezuela, de  muy difícil acceso de empresas de comunicaciones, cuyos servicios   los ofrecían a precios muy altos —era un lujo—, y los mismos gastos telefónicos eran inmensos pues había que conectarse mediante llamadas a Caracas, a cien kilómetros de distancia.

Letralia, cada año  publica una edición aniversaria con un tema específico. Ha  publicado ediciones sobre literatura policial, sobre libertad de expresión, sobre la transformación del mundo impreso al digital, sobre la adolescencia; incluso una sobre la ebriedad en la literatura, cuando la revista cumplió su mayoría de edad en 2014.

 Con el éxodo masivo que está desangrando a la familia venezolana, el fundador de Letralia  pensó que este sería el tema más idóneo;  además, que ha afectado a muchas sociedades desde el principio de los tiempos. “Y creo que no nos equivocamos: llegaron textos de más de cien autores, de los que terminamos publicando 62. Como es un tema muy sensible para los venezolanos en este particular momento histórico, fue esta la representación más abultada, con veintiocho firmas. Exilios y otros desarraigos se puede leer en línea o descargar en formato PDF.

“El principal elemento en común es la profunda tristeza que embarga a quien se ve obligado a dejar su tierra por causas políticas, sociales, bélicas u otras. Quien atraviesa el umbral del exilio parte hacia lo desconocido y tiene siempre sobre sí la terrible espada de Damocles de la posibilidad del fracaso, que no en pocas ocasiones puede significar incluso la muerte. Esta circunstancia trágica, aunada a la nostalgia, a la conciencia de que tras el exilio uno se queda sin raíces, se ve reflejada en el libro….”

La Tierra de Letras es visitada cada mes por un promedio de 50.000 usuarios que ven unas 120.000 páginas. Los países de los que provienen son México, Venezuela, España, Colombia, Argentina y otros, en ese orden si consideramos como parámetro los números desde enero de 2017 hasta hoy. Tiene más de 50.000 seguidores en Twitter, más de 13.000 en Facebook y alrededor de 15.000 por correo electrónico. Creo hace poco su perfil en Instagram y ya suman  más de 1.200 seguidores en esa red. Una cifra aproximada de autores publicados es de 3.422.

El consejo editorial, que decide los autores que se publicarán en la revista, está compuesto por los escritores Manuel Cabesa, Wilfredo Carrizales, Iaír Menachem, Ángel Montesino, Carmen Elena Pérez y Miguel Rodríguez Vergara, además de Gómez. Arianne Cuárez se encarga de las redes sociales y del desarrollo de  proyectos.

Letralia tiene algunos colaboradores especiales, como la escritora venezolana Gabriela Rosas que mantiene una sección de jóvenes poetas venezolanos, o el escritor mexicano Fernando Salazar Torres, que selecciona material poético de autores mexicanos y de otros países
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Para no extender más los logros  y limitaciones que implica  el desafío  de Letralia, publicamos en Papel de Arbol, un aporte literario de Jorge Zavaleta Balarezo, que publica este proyecto tan valioso, en medio  de la adversidad continental, donde las fronteras se vuelven cada día en lugares de conflicto en tanto las ideas cruzan espacios con libertad  jamás imaginada, y que finalmente se irán imponiendo en este planeta.

JZB, es escritor, crítico de cine y periodista peruano (Trujillo, 1968). Es doctor (Ph.D.) en literatura latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos). Además, tiene estudios de literatura, periodismo, cine, publicidad y análisis político en la Pontificia Universidad Católica de Lima (PUCP) y en el Instituto Idea, de Caracas (Venezuela).

Su obra creativa incluye la novela Católicas (1998) y una colección aún inédita de cuentos. Ha publicado ensayos y reseñas en revistas académicas como Mester, Variaciones Borges, Revista Iberoamericana, Nomenclatura y Visions of Latin America. Su carrera periodística en Lima y América Latina incluye artículos en diarios, revistas y agencias de noticias como Argenpress (Argentina), Notimex (México) y DPA (Alemania). En 1998 participó en el volumen colectivo Literatura peruana hoy: crisis y creación, editado por la Universidad Católica de Eichstätt (Alemania), con el ensayo “El cine en el Perú: ¿la luz al final del túnel?”. Leamos Psicoanálisis  Estival de este joven académico y escritor de la casa de Letralia*

PSICONALISIS  ESTIVAL
Cuando llegan las seis de la tarde —esa hora que encierra, juntas, incertidumbre y esperanza—, desde el malecón de Pucusana se observan las ondas marinas, furiosas, en un constante devenir, hambrientas de venganza. Los minutos, a la par, persisten en su paso hasta que el sol —un círculo amarillento, casi rojizo— se esfume, tragado por la tierra, allá en el lejano horizonte, cediendo, aunque de mala gana, su lugar a la tenebrosa oscuridad: símbolo eterno de la noche que todo lo cubre, tratando de comportarse como un bondadoso ogro mitológico.

María surge de pronto, caminando con lentitud. En la playa, las olas remueven las piedrecitas, las cambian de posición, queriendo dar a entender aún más —¿por qué serán tan obstinadas?— su consabida superioridad. Los pasos de ella —intentando detenerse de a pocos— son certeros.
Son pasos que imitan los tiros al blanco, escuchados hasta hace poco: tiros de cazadores practicando antes de sus matanzas, por las tardes. Su piel, a pesar de la oscuridad marina del momento, se advierte bronceada, aunque es blanca de origen. Cubierta por prendas fugaces. Los tiros están dispuestos a herir o matar aves indefensas, inquilinas de ese cielo límpido, un manto con blancos adornos gaseosos. Una blusa crema con botones del mismo color, semiabierta, provocando, sugiriendo. Sonreía. Un pantalón de esos popularmente llamados calientes, un short, azul y desteñido.
Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado. Aturdido.

Él se cruzó con la esbelta figura cuando se aprestaba a bajar las gradas de concreto, camino a la orilla. Si ella fuese como la prenda y quizá más, quizá ardiente, la alegría, visitante oportuna, aumentaría. Allí, ausencia de gentes. Pucusana, la apacible caleta al sur de la metrópoli, tiene más barcos que personas. Ondas y ruidos parecieron tranquilizarse por la soledad presente. La caleta es portadora de una espléndida hospitalidad, con sus restaurantes dispuestos a recibir acalorados, sedientos clientes, y sus casas blancas, con agua para vender en las puertas, dicen traída de muy lejos, nunca de dónde.

Esa noche, desacostumbrada a visitantes así, se preparaba a recibir la exclusiva forma de la damisela de paños llamativos, seductores, fugaces. Eróticos. Él, sin quererlo, empezaba a conocerla. Luego —apenas unos instantes posteriores, deseándolo ahora— a amarla. Una población tranquila. Un lugar acogedor, frecuentado por familias enteras, ávidas de ocio, placer —¡ah!— y diversión —¿qué más podía hacerse?— en la época estival.

Al principio no entendió o no quiso hacerlo, esa enternecedora sonrisa canicular —sí, porque el veintiuno de diciembre estuvo aquí y esta era su secuela—, mostrada por unos dientes blanquísimos, partes de una boca romántica… labios carnosos, rojizos…

Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado. Aturdido. Sus pies se negaban a dar pasos. Su cuerpo, él mismo, no sabía qué hacer, qué decir, qué plantearle o proponerle a esos hermosos ojos incansables.

Se recostó en la arena. Su cuerpo delgado, su blusa enterrada. Con la grava y arena formaba un trío desentonante. Grava y arena, grises y frías. No importaba. También, en el suelo natural, los largos cabellos rubios descansaban. Cerca, un rompeolas dejaba escuchar el ondulante pero sobre todo violento recorrido marino, intentando rendirle a ella un homenaje que aceptaría como otro cumplido —debía estar demasiado acostumbrada—, nada especial —pensaría—, recibido con una fingida indiferencia.

Bajó por fin a tratar de conversarle. Primero la miró. Ella, aunque no lo distinguía, buscaba el horizonte. Las estrellas los acompañaban, tan lejanas y útiles a la vez, sin encapricharse, sencillas, iluminando desde donde estuviesen así sólo vivieran en ilusionadas mentes. Necesitaba hablar con alguien. Él lo advirtió. Para fortuna propia, era el único interlocutor posible en millas… y el más avezado.

Nombre. Dirección. Teléfono. Gustos. Manera no muy excéntrica, suponía, de iniciar una conversación. Tanto para averiguar de una amiga recién hallada, una amante en potencia. Optimismo. Intuía su nombre, su rostro era elocuente. Nombre de virgen, no te equivocaste. Recostada y pensativa, qué pensaría sobre su presencia. Seguro cavilaba en el próximo día, cuando, era una costumbre, ese círculo brillante resurgiese de su exilio y volviera a iluminar el paisaje, a aclarar el pueblo.

Por la mañana, los pescadores irían a encontrarse con el alimento y la mercadería. Irían en sus bolicheras, lanchas carcomidas por el tiempo eterno. En el pueblo, los heladeros buscarían clientes deshidratados. Ahora, sin embargo, era de noche. Las luces se mostraban muy pálidas y ella seguía echada en el borde, en las orillas veraniegas casi tibias, sintiendo la brisa y balbuceando, al comienzo, algo, queriendo dar a conocer tantas cosas que, de pronto, tenía metidas en la cabeza.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla.

Se despojó de su blusa. En pantalón corto y la parte superior del bikini entró al mar. Estaría gélido a esa hora. Ella extrañaría al sol pero se conformaría con mojarse, remojarse en esas aguas abandonadas al momento por el calor. Ella se bañaba y riendo salpicaba espuma: luego empezaron sus carcajadas. Él quiso unírsele. Sentía ese éxtasis, como en la película de Hedy Lamarr, tanto como la mujer que seguía internándose entre las olas a manera de móviles arenales. La ropa no se despegaba de su cuerpo. Le privaba de la tentación. Mejor, de la acción.

Escuchaba su risa, similar a la de una histérica, no sabía por qué, y recordaba la conversación de antes. Su nombre, su apellido. Él se presentó. Luego ella, con entusiasmo. Muy cerca, a pocos metros de ellos, se divisaba la isla de rocas negras, una especie de pequeño acantilado. Hablaron de pintores flamencos, de El año pasado en Marienbad en cine club, de Thomas Mann, de la literatura que él estudiaba en la universidad. La convenció para llevarla a almorzar. Se refirió al siguiente campeonato de vóley, al teatro en la ciudad. ¿Y la urbe? ¿Cómo estaría? Más allá de vomitar humo, uno de sus goces inevitables, otros hechos estarían ocurriendo. Los autos iban hacia ella, por la vieja carretera, a contaminarla con sus tubos de escape y anunciando su llegada con el infernal chirrido de relucientes llantas.

María dijo me voy y sus brazadas, tan ágiles y sorprendentes, la alejaron de él, de su vista, y la contagiaron de mar, de agua salada, de infinitud. Trató de ubicarla. Era tarde. La inmensa oscuridad del cielo impedía cualquier pesquisa. Se perdió con rapidez entre las olas o desapareció tras las rocas negras. Esperó quince minutos y no la veía. Se impacientó. Transcurrió un rato, largo, nervioso. La madrugada reemplazaba a la noche y él se decidió a investigar.

Dónde estarían los largos cabellos rubios. Dónde las piernas bronceadas a plenitud y exhibidas en secreto. Dónde la mujer dichosa y sonriente. Tenía esperanzas de poder encontrar su figura, escuchar otra vez su voz, ver su cuerpo entero y plácido. Se zambulló en el agua y nadó hacia la isla. Unas cuantas algas y otros tantos erizos fastidiaban el recorrido. Buceó un poco. No estaba por allí. Quiso ser un submarino para explorar las profundidades a ver si la ubicaba flotando entre el reino de lo desconocido.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla. Tomó sus prendas que evidenciaron fidelidad mientras su dueño luchaba entre los límites marinos.

Se encaminó al pueblo. Pucusana debería estar durmiendo. Qué hora sería. Ya el tiempo no importaba, nunca importa. Era el momento, él con el cuerpo mojado —agotado y friolento— podía sentirlo, de las brujas que quedaban de primavera y de los mostrencos veraniegos que soltaban sus hechizos, cometían sus travesuras horrorosas tantos días, que, esta noche, la luna, tímida, se negaba a salir, a presentarse entera.

Llegó a su casa. Se acostó, rendido. Los gallos cantaban con sonora insistencia. No cesaban sus llamados a los durmientes, sus afinados coros se convertían en sinfonías prematinales. El sol brillaba otra vez, entró por la ventana con intensidad hiriente, molestando sus ojos, obligándolos a abrirse. Los gallos y el sol, el estío y la naturaleza con su vehemencia le dijeron levántate y estaba incorporándose, dejando, para no perder la costumbre, la cama sin hacer, cuando llamaron a la puerta.

No recordaba mucho de lo ocurrido horas antes. Olvidó sus posibles culpas y su nueva —misteriosa— amistad. Un oficial con revólver al cinto, de esos tipos que usan uniforme y armas para intimidar y nunca lo logran, se presentó y solicitó —él lo dijo así— su identificación.

Pudo rememorarlo. Los pasos de ella —intentando detenerse de a pocos— son certeros.


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