POR GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, PREMIO NÓBEL DE LITERATURA
El
enigma de los dos Chávez
por Gabriel
García Márquez
SOCIOS | FEBRERO DE 1999
Gabriel García Márquez
Carlos
Andrés Pérez descendió al atardecer del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y
se sorprendió de ver en la plataforma al general Fernando Ochoa Antich, su
ministro de Defensa. "¿Qué pasa?", le preguntó intrigado. El ministro
lo tranquilizó, con razones tan confiables, que el Presidente no fue al Palacio
de Miraflores sino a la residencia presidencial de La Casona. Empezaba a
dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo despertó por teléfono para
informarle de un levantamientio militar en Maracay. Había entrado apenas en
Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de artillería.
Era el 4 de febrero de 1992. El coronel
Hugo Chávez Frías, con su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba
el asalto desde su puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La
Planicie. El Presidente comprendió entonces que su único recurso estaba en el
apoyo popular, y se fue a los estudios de Venevisión para hablarle al país.
Doce horas después el golpe militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la
condición de que también a él le permitieran dirigirse al pueblo por la
televisión. El joven coronel criollo, con la boina de paracaidista y su
admirable facilidad de palabra, asumió la responsabilidad del movimiento. Pero
su alocución fue un triunfo político. Cumplió dos años de cárcel hasta que fue
amnistiado por el presidente Rafael Caldera. Sin embargo, muchos partidarios
como no pocos enemigos han creído que el discurso de la derrota fue el primero
de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de
nueve años después.
El presidente Hugo Chávez Frías me
contaba esta historia en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que nos llevaba
de La Habana a Caracas, hace dos semanas, a menos de quince días de su posesión
como presidente constitucional de Venezuela por elección popular. Nos habíamos
conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión con los presidentes
Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de
cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un
venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero no nos fue posible por
culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para conversar de su vida y
milagros en el avión.
Fue una buena experiencia de reportero
en reposo. A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad
que no correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a
través de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real?
El argumento duro en su contra durante
la campaña había sido su pasado reciente de conspirador y golpista. Pero la
historia de Venezuela ha digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo
Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la democracia
venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un antiguo militar demócrata
que trataba de purgar a su país de los treintiséis años de Juan Vicente Gómez.
A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez
Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el poder. Éste, a su vez, fue
derribado por toda una generación de jóvenes demócratas que inauguró el período
más largo de presidentes elegidos.
El golpe de febrero parece ser lo único
que le ha salido mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto
por el lado positivo como un revés providencial. Es su manera de entender la
buena suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera
cosa que sea el soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en
Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo.
Chávez, católico convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más
de cien años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel
Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.
Sus padres sobrevivían a duras penas con
sueldos de maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años
vendiendo dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a su
abuela materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad
porque tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una
partera que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera
cura, pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que
todo el mundo lo reconocía por su repique. "Ese que toca es Hugo",
decían. Entre los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial,
cuyo primer capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo triunfar en la vida.
Era en realidad un recetario de
opciones, y él las intentó casi todas. Como pintor asombrado ante las láminas
de Miguel Angel y David, se ganó el primer premio a los doce años en una
exposición regional. Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y
serenatas con su maestría del cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a
ser un catcher de primera. La opción militar no estaba en la lista, ni a él se
le habría ocurrido por su cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de
llegar a las grandes ligas era ingresar en la academia militar de Barinas.
Debió ser otro milagro del escapulario, porque aquel día empezaba el plan
Andrés Bello, que permitía a los bachilleres de las escuelas militares ascender
hasta el más alto nivel académico.
Estudiaba ciencias políticas, historia y
marxismo al leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de
Bolívar, su Leo mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer
conflicto consciente con la política real fue la muerte de Allende en
septiembre de 1973. Chávez no entendía. ¿Y por qué si los chilenos eligieron a
Allende, ahora los militares chilenos van a darle un golpe? Poco después, el
capitán de su compañía le asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente
Rangel, a quien se creía comunista. "Fíjate las vueltas que da la
vida", me dice Chávez con una explosión de risa. "Ahora su papá es mi
canciller". Más irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de
manos del presidente que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés
Pérez.
"Además", le dije, "usted
estuvo a punto de matarlo". "De ninguna manera", protestó
Chávez. "La idea era instalar una asamblea constituyente y volver a los
cuarteles". Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un
narrador natural. Un producto íntegro de la cultura popular venezolana, que es
creativa y alborazada. Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una
memoria con algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de
Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos.
Desde muy joven, por casualidad,
descubrió que su bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su
madre, sino un guerrero legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue
tal el entusiasmo de Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su
memoria. Escudriñó archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la
región de pueblo en pueblo con un morral de historiador para reconstruir los
itinerarios del bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde
entonces lo incorporó al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario
protector que había sido suyo.
Uno de aquellos días atravesó la
frontera sin darse cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano que
le registró el morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía:
llevaba una cámara fotográfica, una grabadora, papeles secretos, fotos de la
región, un mapa militar con gráficos y dos pistolas de reglamento. Los
documentos de identidad, como corresponde a un espía, podían ser falsos. La
discusión se prolongó por varias horas en una oficina donde el único cuadro era
un retrato de Bolívar a caballo. "Yo estaba ya casi rendido, -me dijo
Chávez-, pues mientras más le explicaba menos me entendía". Hasta que se
le ocurrió la frase salvadora: "Mire mi capitán lo que es la vida: hace
apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el
cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?". El
capitán, conmovido, empezó a hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos
terminaron esa noche bebiendo cerveza de ambos países en una cantina de Arauca.
A la mañana siguiente, con un dolor de cabeza compartido, el capitán le
devolvió a Chávez sus enseres de historiador y lo despidió con un abrazo en la
mitad del puente internacional.
"De esa época me vino la idea
concreta de que algo andaba mal en Venezuela", dice Chávez. Lo habían
designado en Oriente como comandante de un pelotón de trece soldados y un
equipo de comunicaciones para liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una
noche de grandes lluvias le pidió refugio en el campamento un coronel de
inteligencia con una patrulla de soldados y unos supuestos guerrilleros
acabados de capturar, verdosos y en los puros huesos. Como a las diez de la
noche, cuando Chávez empezaba a dormirse, oyó en el cuarto contiguo unos gritos
desgarradores. "Era que los soldados estaban golpeando a los presos con
bates de béisbol envueltos en trapos para que no les quedaran marcas",
contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel que le entregara los presos o se
fuera de allí, pues no podía aceptar que torturara a nadie en su comando.
"Al día siguiente me amenazaron con un juicio militar por desobediencia,
-contó Chávez- pero sólo me mantuvieron por un tiempo en observación".
Pocos días después tuvo otra experiencia
que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un
helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de
soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un
soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. "No me deje morir, mi
teniente"... le dijo aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro de un
carro. Otros siete murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se
preguntaba: "¿Para qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de
militares torturaban a campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos
guerrilleros mataban a campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la
guerra había terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra
nadie". Y concluyó en el avión que nos llevaba a Caracas: "Ahí caí en
mi primer conflicto existencial".
Al día siguiente despertó convencido de
que su destino era fundar un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con
un nombre evidente: Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros
fundadores: cinco soldados y él, con su grado de subteniente. "¿Con qué
finalidad?" le pregunté. Muy sencillo, dijo él: "con la finalidad de
prepararnos por si pasa algo". Un año después, ya como oficial
paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande.
Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de
convocar voluntades para una tarea común.
Esa era la situación el 17 de diciembre
de 1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en
su vida. Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante
de oficial de inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante del
regimiento, Ángel Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil
doscientos hombres entre oficiales y tropa.
A la una de la tarde, reunido ya el
batallón en el patio de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. "¿Y
el discurso?", le preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a
la tribuna sin papel. "Yo no tengo discurso escrito", le dijo Chávez.
Y empezó a improvisar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí,
pero con una cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de
América Latina transcurridos doscientos años de su independencia. Los
oficiales, los suyos y los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos
los capitanes Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de
su movimiento. El comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con
un reproche para ser oído por todos:
"Chávez, usted parece un
político". "Entendido", le replicó Chávez.
Felipe Acosta, que medía dos metros y no
habían logrado someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y
le dijo: "Usted está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún
político. Es un capitán de los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo
en su discurso se mean en los pantalones".
Entonces el coronel Manrique puso firmes
a la tropa, y dijo: "Quiero que sepan que lo dicho por el capitán Chávez
estaba autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera ese discurso, y todo
lo que dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había contado ayer". Hizo
una pausa efectista, y concluyó con una orden terminante: "¡Que eso no
salga de aquí!".
Al final del acto, Chávez se fue a
trotar con los capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del
Guere, a diez kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento solemne
de Simón Bolívar en el monte Aventino. "Al final, claro, le hice un
cambio", me dijo Chávez. En lugar de "cuando hayamos roto las cadenas
que nos oprimen por voluntad del poder español", dijeron: "Hasta que
no rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los
poderosos".
Desde entonces, todos los oficiales que
se incorporaban al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última
vez fue durante la campaña electoral ante cien mil personas. Durante años
hicieron congresos clandestinos cada vez más numerosos, con representantes
militares de todo el país. "Durante dos días hacíamos reuniones en lugares
escondidos, estudiando la situación del país, haciendo análisis, contactos con
grupos civiles, amigos. "En diez años -me dijo Chávez- llegamos a hacer
cinco congresos sin ser descubiertos".
A estas alturas del diálogo, el
Presidente rió con malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: "Bueno,
siempre hemos dicho que los primeros éramos tres. Pero ya podemos decir que en
realidad había un cuarto hombre, cuya identidad ocultamos siempre para
protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de febrero y quedó activo en el
Ejército y alcanzó el grado de coronel. Pero estamos en 1999 y ya podemos
revelar que ese cuarto hombre está aquí con nosotros en este avión".
Señaló con el índice al cuarto hombre en un sillón apartado, y dijo: "¡El
coronel Badull!".
De acuerdo con la idea que el comandante
Chávez tiene de su vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la
sublevación popular que devastó a Caracas. Solía repetir: "Napoleón dijo
que una batalla se decide en un segundo de inspiración del estratega". A
partir de ese pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora
histórica. El otro, el minuto estratégico. Y por fin, el segundo táctico.
"Estábamos inquietos porque no queríamos irnos del Ejército", decía
Chávez. "Habíamos formado un movimiento, pero no teníamos claro para
qué". Sin embargo, el drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir ocurrió
y no estaban preparados. "Es decir -concluyó Chávez- que nos sorprendió el
minuto estratégico".
Se refería, desde luego, a la asonada
popular del 27 de febrero de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue
él mismo. Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia con una votación
caudalosa y era inconcebible que en veinte días sucediera algo tan grave.
"Yo iba a la universidad a un postgrado, la noche del 27, y entro en el
fuerte Tiuna en busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar
a la casa", me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas.
"Entonces veo que están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel:
¿Para dónde van todos esos soldados? Porque que sacaban los de Logística que no
están entrenados para el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran
reclutas asustados por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al
coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente? Y el coronel me dice: A la calle,
a la calle. La orden que dieron fue esa: hay que parar la vaina como sea, y
aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les dieron? Bueno Chávez, me contesta el
coronel: la orden es que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero
mi coronel, usted se imagina lo que puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez,
es una orden y ya no hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios quiera".
Chávez dice que también él iba con mucha
fiebre por un ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito
que venía corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la munición
desparramada. "Y entonces me paro y lo llamo", dijo Chávez. "Y
él se monta, todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto:
Ajá, ¿y para dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el
pelotón, y allí va mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo
alcanzo el camión y le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me
dice: Yo no sé nada. Quién va a saber, imagínese". Chávez toma aire y casi
grita ahogándose en la angustia de aquella noche terrible: "Tú sabes, a
los soldados tú los mandas para la calle, asustados, con un fusil, y quinientos
cartuchos, y se los gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían los
cerros, los barrios populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre ellos
Felipe Acosta". "Y el instinto me dice que lo mandaron a matar",
dice Chávez. "Fue el minuto que esperábamos para actuar". Dicho y
hecho: desde aquel momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años
después.
El avión aterrizó en Caracas a las tres
de la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad
inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo fueron también
para mi vida. El presidente se despidió con su abrazo caribe y una invitación
implícita: "Nos vemos aquí el 2 de febrero". Mientras se alejaba
entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me
estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos
hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad
de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia
como un déspota más.
Artículo
publicado originalmente en la revista Cambio de Colombia, a partir
de un viaje de G. García Márquez junto a H. Chávez en febrero 1999, poco antes
de asumir como presidente de Venezuela.
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