Jorge Zavaleta Blarezo (Desde Jonesboro, Arkansas, Estados Unidos. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Existe un nuevo héroe en el universo de Quentin Tarantino: es un esclavo liberto, un ser raro para su época, el siglo diecinueve en el sur de Estados Unidos. Se llama Django y toma la forma y apariencia de un cowboy, un pistolero que puede ser tan desalmado al punto que evoca, por supuesto, los “spaguetti westerns” de Sergio Leone y la corriente que creó el fallecido director italiano, acompañado por las célebres partituras del infinito EnnioMorriconne. Pero hay más: esta nueva invención del autor de “PulpFiction” protagoniza una historia que le pone serios límites a la creatividad e imaginación de Tarantino. Es aquí cuando uno comienza a preguntarse si, como le ha ocurrido a Almodóvar desde “Todo sobre mi madre”, el autor de “Kill Bill” no ha visto más que agotar su fórmula. Y, entonces, comienzan los problemas.
Yes que todo lo que antes llamaba la atención en Tarantino, ya sea sus diálogos risueños y humorísticos, la sangre que brotaba de tanta violencia visceral exhibida, los repentinos cambios de registro visual, en fin, la estética de un artista que para muchos entusiastas incluso había refundado el cine, ahora parece no más que una repetición mecánica, un asunto demasiado conocido, un camino que ya hemos recorrido antes. Ya en “InglouriousBasterds”, su anterior filme, Tarantino se había enfrentado a un dilema y no había tenido tan fácil para sí mismo una decisión. Lo que, en casos generales, se conoce como renovarse o morir.
En “Django sin cadenas”, el protagonista es Jamie Foxx, muy en caja, parece que hasta ansioso por representar un rol indicado para él. Lo acompañan Leonardo DiCaprio, en el papel más inverosímil, divertido y sarcástico de su carrera, Don Johnson, como un racista hacendado del Sur profundo, Samuel Jackson, un esclavo anciano que no recibe órdenes fácilmente, y, en gloriosa e instantánea aparición, Franco Nero, quien nos ayuda a evocar los tiempos de gloria del “spaguetti western”.
No hay, pues, error en el reparto. Tarantino ha elegido a los actores más capaces para una puesta en escena que se convierte en un viaje de liberación y redención. Christoph Waltz es un simpático lobo con piel de cordero, a quien aparentemente, no le importa tanto la injusticia que conlleva la esclavitud de seres humanos como sí los beneficios que podría ir logrando con la ejecución de sus negocios. Entonces, acompaña, como un guía, a Django por los agrestes, bellos y violentos escenarios que pintan pueblos ubicados en Texas, Mississippi o Tennessee. Son espacios con mucha historia, con relatos de temor y terror, donde el hombre blanco trata de conquistarlo todo. En este contexto Django surge como un antihéroe más en la galería de Tarantino, como alguien de quien puede burlarse los dueños de la tierra pero que persigue el ideal de recuperar a su esposa. Para contarnos toda esta historia, Tarantino recurre a la farsa, al pastiche, a lo impostado, no le importa si de nuevo tiene que dejar sus huellas de sangre tras los tiroteos entre vaqueros, entre defensores de un sistema injusto y nuevos iluminados como Django. La historia, sí, está tejida no tanto de entretelones, sino más bien zurcida, moldeada como para que cada situación se incorpore, sin el menor problema, a una trama que sigue una lógica de causa-efecto casi matemáticamente.
Así, hacia el final, nos damos por avisados de lo que realmente puede ocurrir y sentimos que Tarantino es el más preocupado no tanto por ofrecernos un enfoque nuevo sino por rendir su propio y largamente esperado homenaje al western. “Django sin cadenas” no nos ofrece la novedad y tal vez la ilusión que esperábamos pero no desentona totalmente en un ambiente nuevo para el director de “Reservoir Dogs”, un Quentin Tarantino que en los últimos años se ha convertido en un referente ineludible para quienes buscan una reinvención permanente en el cine, sobre todo el norteamericano, tan acostumbrado a sus propias fórmulas y géneros. Tarantino en “Django” no tiene la última palabra y llama la atención que dedique largo tiempo a escenas que pudieran ser más fulminantes, sumarias y decisivas. Así, los momentos que Foxx y Waltz pasan en las propiedades de DiCaprio parecen de un vacío sin fin, y sin embargo, se tornan, a ratos, humorísticas, o socarronas. A estas alturas, esperamos que el autor de “Jackie Brown” recupere terreno con su próxima película, que igual convocará la atención de cada nueva obra. Se habla de una tercera parte de “Kill Bill”. Veremos si se hace realidad.
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En “Django sin cadenas”, el protagonista es Jamie Foxx, muy en caja, parece que hasta ansioso por representar un rol indicado para él. Lo acompañan Leonardo DiCaprio, en el papel más inverosímil, divertido y sarcástico de su carrera, Don Johnson, como un racista hacendado del Sur profundo, Samuel Jackson, un esclavo anciano que no recibe órdenes fácilmente, y, en gloriosa e instantánea aparición, Franco Nero, quien nos ayuda a evocar los tiempos de gloria del “spaguetti western”.
No hay, pues, error en el reparto. Tarantino ha elegido a los actores más capaces para una puesta en escena que se convierte en un viaje de liberación y redención. Christoph Waltz es un simpático lobo con piel de cordero, a quien aparentemente, no le importa tanto la injusticia que conlleva la esclavitud de seres humanos como sí los beneficios que podría ir logrando con la ejecución de sus negocios. Entonces, acompaña, como un guía, a Django por los agrestes, bellos y violentos escenarios que pintan pueblos ubicados en Texas, Mississippi o Tennessee. Son espacios con mucha historia, con relatos de temor y terror, donde el hombre blanco trata de conquistarlo todo. En este contexto Django surge como un antihéroe más en la galería de Tarantino, como alguien de quien puede burlarse los dueños de la tierra pero que persigue el ideal de recuperar a su esposa. Para contarnos toda esta historia, Tarantino recurre a la farsa, al pastiche, a lo impostado, no le importa si de nuevo tiene que dejar sus huellas de sangre tras los tiroteos entre vaqueros, entre defensores de un sistema injusto y nuevos iluminados como Django. La historia, sí, está tejida no tanto de entretelones, sino más bien zurcida, moldeada como para que cada situación se incorpore, sin el menor problema, a una trama que sigue una lógica de causa-efecto casi matemáticamente.
Así, hacia el final, nos damos por avisados de lo que realmente puede ocurrir y sentimos que Tarantino es el más preocupado no tanto por ofrecernos un enfoque nuevo sino por rendir su propio y largamente esperado homenaje al western. “Django sin cadenas” no nos ofrece la novedad y tal vez la ilusión que esperábamos pero no desentona totalmente en un ambiente nuevo para el director de “Reservoir Dogs”, un Quentin Tarantino que en los últimos años se ha convertido en un referente ineludible para quienes buscan una reinvención permanente en el cine, sobre todo el norteamericano, tan acostumbrado a sus propias fórmulas y géneros. Tarantino en “Django” no tiene la última palabra y llama la atención que dedique largo tiempo a escenas que pudieran ser más fulminantes, sumarias y decisivas. Así, los momentos que Foxx y Waltz pasan en las propiedades de DiCaprio parecen de un vacío sin fin, y sin embargo, se tornan, a ratos, humorísticas, o socarronas. A estas alturas, esperamos que el autor de “Jackie Brown” recupere terreno con su próxima película, que igual convocará la atención de cada nueva obra. Se habla de una tercera parte de “Kill Bill”. Veremos si se hace realidad.
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