David Lynch, sueños y pesadillas
David Lynch, sueños y pesadillas
Por Jorge Zavaleta Balarezo
“Mulholland Drive”, la célebre película de David Lynch conocida entre nosotros como “El camino de los sueños”, inquietó, sedujo y confundió a más de un espectador en cada lugar del orbe donde pudo verse. El hasta ahora último largometraje de Lynch, del año 2002, (luego ha rodado los cortos “Rabbits” y “Darkend Room”) nos da mucho más de una clave -pese a su enmarañado argumento- para acercarnos, otra vez, al universo de un cineasta tan complejo, amante de lo onírico, lo surrealista y la fascinación por lo oscuro de nuestras conciencias.
Precisamente Lynch inició este camino en su ya ahora lejana “Cabeza borradora” (1976) y luego se adhirió al “mainstream”, o el circuito comercial de Hollywood, con obras impactantes, como “El hombre elefante”, o menores como “Duna”. No sin razón, ciertos críticos y conocedores estiman que “The straight story” (1999) es su obra maestra: la jornada de un hombre, en el ocaso de la vida, en busca de su hermano, a quien no ve hace una década.
Lo cierto es que este cineasta típicamente inadaptado, quien ha transitado por los caminos más difíciles y menos aceptados de la producción independiente, ahora es todo un ícono de ella y, agregaríamos, de la cinéfila cultura pop. “El camino de los sueños” confirma la vertiente que comenzó a expresarse más personalmente desde “Terciopelo azul”, una cinta que, en definitiva, figura entre las mejores de la década del 80.
La cotidianidad es reemplazada y subvertida por lo ominoso y lo cruel, en un intento por mostrar, creemos, lo menos obvio y racional de una sociedad como la norteamericana, pero también puede verse, y sintonizarse, la permanente ambigüedad y paradoja del espíritu humano.
Si en “Terciopelo azul” Isabella Rossellini, en algún momento pareja en la vida real de Lynch, y Dennis Hopper componían roles difíciles -auténticos casos patológicos- ambos demostraron por igual que ciertos límites podrían ser sobrepasados. Y de ello, precisamente, se encargó el cerebral director.
En medio de este mundo de confusiones, los sueños y pesadillas van y vienen como si recorrieran un sendero incierto. A Lynch le preocupa una puesta en escena que no sólo llame al misterio al espectador y lo haga partícipe -cómplice- de un intrincado juego, sino que a la vez le haga tomar en cuenta aquello que algunos llaman “alteridad”: cómo todo se transmuta y se vuelve inexplicable, siempre rozando lo ambiguo, la doble dimensión de lo real y lo soñado, la duda de no saber a qué acogernos.
En “Corazón salvaje” (Palma de Oro en Cannes en 1990), que algunos ven como una particular relectura insana de “El mago de Oz”, estamos de nuevo ante extremos de esta naturaleza, y la felicidad que en el epílogo personifica la pareja formada por Laura Dern y Nicolas Cage, protagonistas del filme, sufre más de un obstáculo para concretarse.
A fines de los 80, Lynch realizó “Twin Peaks”, una exitosa serie de TV que no fue muy difundida en Latinoamérica, casi siempre a la zaga de espectáculos que brillan en el mundo industrializado. Una anécdota cuenta que el director trabajaba tan misteriosamente al punto que no mostraba a los actores los guiones para los capítulos finales y decisivos hasta el momento preciso antes de comenzar la filmación. De dicha teleserie, bastante elogiada, provino el film “Twin Peaks: Fire walk with me”, otra obra muy considerada y no sólo por los fieles seguidores del cineasta.
“Lost highway” o “Carretera perdida”, un filme difícil, límite, explosivo, se sitúa en similar terreno que “El camino de los sueños” y preludia -o supera, según se vea- su complejidad, trazando similares misterios e interrogantes y proponiendo esas desconexiones del subconsciente que, a estas alturas, ya han hecho de Lynch un director de culto. Y, por cierto, la propia cultura de Lynch tiene presente como un punto central -a veces culminante- la ilusión del mundo del cine, con sus representaciones de ensueño, mágicas, misteriosas, y sus divas legendarias. Hay mucho de ello en “Lost highway” (el rol de Patricia Arquette, sin duda) y específicamente en “El camino de los sueños” (que es el camino de la “stars” -el rol de Naomi Watts- y de Hollywood).
Entre la dificultad argumental y la propuesta onírica, mucho más allá que la planteada por cualquier filme plano, lineal y corriente en las carteleras habituales, ambas cintas comparten el privilegio de mostrarnos a un cineasta que, justo es reconocerlo, explora submundos poco transitados y nos entrega un inquieto rompecabezas. Un “modelo para armar” que admite varias soluciones, considerando -e incluso respetando- la que propone cada espectador.
Así, David Lynch se sitúa hoy entre los grandes -ya no, digamos, Scorsese, Allen, Altman, Coppola, Spielberg o valores recientes como Paul Thomas Anderson y Wes Anderson, entre lo más destacado del cine norteamericano- y rehúye cualquier pacto, consciente de su particularidad y de sus propuestas tan aisladas y a contracorriente de todo el cine industrial. Esa personalidad, y la actitud que conlleva, lo convierte en el maestro capaz de deleitarnos en aquellas escenas, colmadas de pulsiones tanáticas y sensaciones ambivalentes, subversivas, con un destino turbio, que nos acercan a un “camino de los sueños” por una misteriosa “carretera perdida”. Ese es el Lynch que esperamos en cada nueva obra y que, sin titubeos, reconocemos en la revisión de su magnífica filmografía.
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