El 30 de mayo de 1906, en los albores del siglo 20, el filósofo español Miguel de Unamuno, quizás de mal humor ese día, escribió un artículo que habría de estigmatizarlo como enemigo de la ética de la innovación. Así opinó en su ensayo “El pórtico del Templo” sobre los avances científicos europeos y norteamericanos:
«Que inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero en que estarás convencido, como yo lo estoy, de que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó»
Es curioso que el sabio Unamuno, el mismo que años después plantara cara valientemente al fascista General Millan Astray en defensa de la cultura y autonomía universitaria, escribiera estas palabras tan ríspidas sobre la innovación científica. Ellas han dado mucho de qué hablar sobre la antipatía cultural hacia la laboriosidad capitalista por parte de la cultura hispánica, de la cual Unamuno es uno de sus portavoces más conspicuos.
Hoy, la evidencia empírica se ha impuesto, a un siglo de haber Unamuno pretendido tapar el sol con un dedo.
La situación anémica del emprendimiento innovador en la región latinoamericana es bastante obvia, especialmente si uno la compara con otras regiones donde la ingeniería y las matemáticas son vistas con mejores ojos que la filosofía. El Banco Mundial (2014) indica que las empresas de América Latina son 20% menos proclives a introducir un nuevo producto que aquellas de países con ingreso mediano de Europa y Asia Central (ECA). En países del Caribe, la probabilidad es aún menor, con una cifra menor al 50%.
El financiamiento a la innovación en América Latina y el Caribe (ALC) es muy inferior al de otras regiones. De acuerdo con el World Development Indicators, China invirtió en 2012 alrededor de 1.98% de su PIB en I+D, mientras que en promedio América Latina invirtió en 2011 alrededor de 0.83% de su PIB en ese rubro. El financiamiento privado es aun inferior: en los EE.UU., por ejemplo, los préstamos bancarios proveen entre 15 a 30% del financiamiento a pequeñas empresas innovadoras (PEI); en Brasil esta fuente de financiamiento no supera el 7%, y en Chile y México es prácticamente nula. En los EE.UU., las PEI obtienen entre 20 a 47% de sus finanzas de fondos de capitales de riesgo e inversionistas ángeles, comparado con 23% en Brasil, 17% en Chile y 5% en México.
El origen de la anemia
¿Dónde está el origen del problema de los mercados de innovación? Volvamos a Unamuno.
El sabio español nos dice que “la luz eléctrica (entonces recién inventada) “alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó”. Pues bien, suponía mal Unamuno al pensar que el bombillo incandescente sólo habría de traer luz y calor, pasando por alto todo el conocimiento intangible acumulado por su creador, Thomas A. Edison. Pues este conocimiento permitiría después, crear nuevas y más avanzadas invenciones, retroalimentando la acumulación de valor. El desarrollo de tubos al vacío sirvió de inspiración o insumo a inventos como la radio en los años 20, o la televisión una década después, o los semiconductores, que en los años 60 habrían de revolucionar la computación.
Creer que inventar se agota con la acción del inventor es ignorar que el esfuerzo innovador tiene beneficios acumulativos que suelen ser desconocidos al momento de la invención. Al crear su modelo de computador personal Apple II, los dos Steve de Apple (Jobs y Wozniak) no tenían en mente el iPhone, pero hoy sabemos que, sin duda, uno es consecuencia del otro.
Pero aún más importante, el conocimiento solamente tiene valor si hay un mercado capaz de valorarlo. Estos mercados solamente pueden surgir si quienes inventan tienen la expectativa de obtener los beneficios (materiales o espirituales) de su esfuerzo. Esto es, todo lo contrario de lo que nos propone Unamuno: “Que inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones”.
He aquí una causa fundamental de la anemia innovadora latinoamericana: la incierta atribución de los derechos de propiedad intelectual que predomina en la región. No hay claridad, pues las oficinas de patentes carecen de experticia para reconocer la novedad de las reivindicaciones de quienes solicitan patentes, que suelen yuxtaponer con otras ya pertenecientes al dominio público. Tampoco hay tribunales eficientes que asignen los derechos en caso de conflicto. Finalmente, hay un problema cognitivo de los mismos emprendedores, quienes perciben el sistema de protección mediante propiedad intelectual como un obstáculo, en vez de una oportunidad para monetizar sus ideas.
Dada esta precariedad de derechos sobre la propiedad intelectual, el número de transacciones sobre los mismos (esto es, el “mercado”) se reduce: empresas necesitadas de tecnologías desconocen que las mismas existen y que están en posesión de tal o cual investigador, o no saben las condiciones bajo las cuales puede negociarlas. Al reducirse el tamaño de los mercados, menores serán las posibilidades de producir nuevas tecnologías (innovar), pues habrá menos puntos de conexión en el ecosistema innovador, que tendrá un nivel tecnológico más limitado, o que, sencillamente se desconoce que existe. En otras palabras, si no existieran los sistemas de refrigeración, ¿qué sentido tendría esforzarse por inventar una nevera de mejor capacidad?
Esta conexión entre transacciones insuficientes causadas por una asignación imprecisa de los derechos de propiedad intelectual, que reducen las posibilidades a la innovación, ha sido estudiada solamente a partir de la segunda mitad del siglo 20 y aun se discuten sus implicaciones. Por ello, sería injusto cargar en las espaldas del gran Unamuno el peso de su incomprensión sobre los factores institucionales que condicionan la innovación.
En todo caso, queda claro que el 30 de mayo de 1906 no fue su mejor día.
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