Papel de Arbol

sábado, 2 de agosto de 2014

Conversación en La Catedral y La Nación - Por - Venir



Nota del Editor de Papel de Arbol:  Jorge Zavaleta Balarezo, PhD en Literatura  Latinoamericana por la Universidad norteamerica de Pittsburgh, publicó en Letraria un análisis de Conversación en La Catedral de la tercera novela de Mario Vargas Llosa. Dado el análisis que resurge  en el debate  sobre el nacioanalismo  popular - libro  La nación por- venir, de Sergio Tejada Galindo, presentado en la Feria del Libro en Lima, con el comentario de Gonzalo Portocarrero sobre cuando se jodió  el  Perú,  más los puntos de vista de los  acadeemicos  Nelson Manrique y Julio Andres Rojas,  va continuación este acusiosa investigación de un peruano y su mirada desde más alláque coincide con Matos  Mar cuando afirma que la sociedad nacional aparece como repartida en islotes geográficos,económicos,sociales y culturales,dando la impresión de un archipiélago debilmente comunicado.


Jorge Zavaleta Balarezo.-
Conversación en La Catedral —una proeza de arquitectura narrativa de casi setecientas páginas— es la tercera novela de Mario Vargas Llosa, el brillante escritor peruano que en la mayoría de sus obras ha retratado la miseria y los problemas de la condición humana, teniendo como telón de fondo a su propio país.
Vargas Llosa ha trascendido fronteras no sólo idiomáticas con un puñado de textos que, efectivamente, cuestionan el autoritarismo y remarcan un individualismo rebelde, enfrentado a verdaderas pruebas de fuego. En este sentido estamos ante un creador consciente de su entorno, que practica en sus ficciones un realismo a veces muy crudo y que ha llegado a declarar que “el escritor se alimenta de la carroña social”.
El narrador, un deicida.


En Conversación, al principio, aquella mirada desencajada, triste, “sin amor”, de Santiago Zavala, Zavalita, el protagonista, define el tono general de la obra. Lo que sigue será no sólo un examen de la frustración de un periodista autoexiliado de la acomodada clase media limeña en los años cincuenta, sino también una compleja historia sobre el cáncer moral que atraviesa su patria durante la bárbara dictadura de un general corrupto y desalmado y de sus secuaces.

La novela se constituye, asimismo, en un trozo de historia política, crónica de una época, devenir de espacios y tiempos, comprobación de las debilidades humanas y del poco orgullo que, muchos, tienen para aceptar culpas y errores.

Las cuatro horas del diálogo entre Zavalita y Ambrosio, chofer de su padre y —lo sabremos en determinado momento de la narración— amante accidental de éste, son tensas, misteriosas, transcurren entre la ansiedad y el temor. Pero, por igual, revelan secretos, ocultan y a la vez muestran otras situaciones. Se rigen por una dinámica de círculos concéntricos que, en este caso, dan lugar a una espléndida polifonía de voces y ecos, como siguiendo los dictados teóricos de Bajtin. Estas voces y ecos, a su vez, representan remembranzas, hechos en sí, episodios pasados. Y todo ello, el autor, el narrador, el novelista que teoriza sobre la novela como un deicidio, lo controla desde su inaccesible torre de marfil sin dejar que nunca los hilos de tan apremiante y urgida historia se le escapen de las manos.

Así, una vez más —lo había ensayado ya en La ciudad y los perros, La casa verde y la nouvelle Los cachorros—, Vargas Llosa se propone ir en busca de sus propios “demonios” y practicar ese exorcismo del que da cuenta en un libro sobre la obra de su compañero de batallas en las doradas épocas del “boom”, Gabriel García Márquez. Aquel texto, Historia de un deicidio, propone la práctica artística, específicamente la literaria, como un reto a la autoridad divina. El escritor es un dios porque crea su propia realidad. Un deicida porque suplanta, “borrándola”, a la divinidad que gobierna el mundo, su orden y su vida.

Al constituirse en un nuevo creador, el novelista no sólo es el rebelde por excelencia, que burila sus obras como respuesta a su insatisfacción con el mundo y la sociedad que lo rodean. Además, encuentra en su propia actitud creadora o creativa la forma de liberarse de esos momentos incluso angustiantes que lo acosan por ser, precisamente, un inconforme. “Vargas Llosa has always claimed that a writer’s dissatisfaction with society, his traumas, failures, and humiliations produce unconscious obsessions that are the stuff of literary creation” (Kristal 3).

Esta tesis, pues, está nuevamente presente en Conversación en La Catedral, con el añadido de que ya no se limita al escritor sino que se extiende a la propia obra y a sus lectores, reales o potenciales. La novela, un dramático cuadro de una época negra para el Perú, se convertirá para sí misma y para sus lectores en un exorcismo. Al leerla, cada lector hallará, a pesar de la podredumbre moral que guía el argumento, un material suficiente como para darse cuenta de que las novelas sí pueden cambiar las vidas de los hombres y hacerlos mejores. Es decir, finalmente, la novela tendrá una función terapéutica, capaz de convocar y comprometer a los lectores en pro de una sociedad más justa y libre.

Con el advenimiento de la Revolución Cubana, los acontecimientos de París en mayo de 1968 y el surgimiento de movimientos guerrilleros en Sudamérica, este compromiso era patente y se volvió obligado para muchos lectores y autores de aquella época. Es en ese contexto que se publica esta novela de Vargas Llosa, la cual con el tiempo habrá de convertirse en el testimonio más vívido y realista, pero a la vez cruel y oscuro, de la vida peruana en el siglo veinte.

Historia de una frustración colectiva
Por una parte, se le ha denominado a Conversación una novela clave para entender ese quiebre moral que surge en el Perú en la década de 1950, y que origina la pregunta perpetua de Zavalita, en qué momento se había jodido este país. En base a ella, y considerándose el protagonista tan “jodido” como su patria, es que el autor estructura una sólida narración que no va a buscar las causas de ese fracaso pero que sí permitirá al lector imaginar cómo un régimen disoluto y arbitrario termina castrando a una generación, postergándola, y dejando sin raíces a un país que, por entonces, quizá aún podía aspirar a la meta del desarrollo económico y social.

La novela ha servido, con el tiempo, desde su perspectiva gris y su mirada crítica, como un punto de referencia ineludible para muchos ensayos sociológicos y políticos sobre el Perú; para estudiar, como diría precisamente uno de sus más prestigiados científicos sociales, las clases, el estado y la nación, y comprobar cuán coloniales y prejuiciados, en muchos aspectos, siguen —seguimos— siendo los peruanos.

Una lectura atenta de las opiniones del narrador nos permitirá ver lo que él siente por la cultura del país o por alguna de sus manifestaciones. Cuando pone en boca de Zavalita la pregunta de por qué cada vals peruano sería tan “huevón”, está increpando la rémora del criollismo, que no sólo es expresión musical, puramente folclórica, sino un modo de comportarse que le ha traído muchos problemas al conglomerado social y ha debilitado la formación de un sólido estado y una sociedad abierta. Junto con la corrupción y la inmoralidad que se revelan en la novela, el criollismo es un mal nacional, el saltarse la valla de lo legal —si acaso ésta existe—, el pretender vivir a costa de otros, el practicar el más despiadado arribismo y el negar valores propios, genuinos, mutándolos por otros que, aparentemente, son considerados superiores. Al respecto, Luys Díez ha señalado: “El doble elemento de mediocridad y ‘huachafería’ (cursilería) típicas de la sociedad criolla, constituye el núcleo de la intención crítica de Conversación” (224).

Estructuralmente, esta ambiciosa novela se despliega a lo largo de cuatro libros. Es un lugar común, a estas alturas, establecer que cada uno equivale a una hora del tenso diálogo en el bar La Catedral, un establecimiento que realmente existió, hasta hace unos años, en el centro de Lima. La conversación es como una pantalla, un referente. Detrás de ella o a partir de ella, y a través de narraciones envolventes y recurrentes, y de diálogos que pertenecen a diversos instantes de múltiples relatos, iremos descubriendo varios submundos, el de la prensa roja, el de la prostitución ligada a los poderosos, el de los perros con rabia, el de los prejuicios sociales, clasistas, racistas.

Mario Vargas LlosaLa “realidad real”
Así, la novela se constituye en un “todo”, capaz de sorprendernos por su verismo, a veces visceral, otras escatológico, pero siempre trabajado con esmero; reproductor, precisamente, de una realidad “real” como la llamaría el propio Vargas Llosa. Partidario de las novelas vastas, autosuficientes, autónomas, que crean mundos y personajes a la medida de la vida de cada día, en Conversación su autor concreta la difícil operación de lograr una obra que funciona tan bien en cada aspecto que correspondería al ideal clásico.

La trama se extiende, a veces creemos que interminablemente, mientras desfilan por ella casi un centenar de personajes, los cuales no sólo actúan en Lima, la horrible, como la llamó alguna vez Sebastián Salazar Bondy, un prestigioso intelectual peruano, sino en al menos doce ciudades del país. En este sentido, la obra es también un recorrido geográfico, guiado por la urgencia de la política y sus negociaciones, por los intereses y las conveniencias de aquellos que están apostando por perpetuar sus beneficios. Pero también por los fracasos personales, ya no sólo de Zavalita y Ambrosio sino de otro grupo de personajes, los más golpeados y los que tienen la peor fortuna en la obra.

Los padres de Zavalita, Fermín y Zoila; sus hermanos, el Chispas y la Teté; Amalia, empleada de la familia; sus amigos, Norwin y Carlitos; Becerrita, el jefe de policiales del diario, y aquellos personajes más inaccesibles y un tanto anónimos —los que están cerca del régimen— constituyen una galería que sintetiza, radical y elocuentemente, una radiografía social y moral del país. En sus diferencias de clase, en sus conductas, en sus deseos y negaciones comprobamos el gran contraste de una nación que siempre está esperando algo, si acaso esto llega algún día.

El crítico noruego Birger Angvik aporta esta original idea: “Sin embargo, desde el punto de vista de los procedimientos narrativos, a un personaje, Santiago, se le permite establecer una dictadura literaria, ya que se le coloca en una posición privilegiada” (162).

La escala social graficada en la novela reproduce aquella que vivía el Perú en los años 50 y que, hoy en día, revela mayores contradicciones debido a la mayor migración del campo a la ciudad y la pobreza, que ha aumentado exponencialmente. Así resulta cada vez más difícil lograr la gobernabilidad de un país que en pleno siglo veintiuno no encuentra una identidad que concilie a todas sus razas y clases. “En Conversación en La Catedral, la suspensión racial se refuerza y simboliza la separación de las clases económicas”, señala James Brown (22).

La anécdota previa a la conversación en sí nos presenta la figura de Batuque, el perro de Zavalita, que es llevado a un depósito municipal durante una epidemia de rabia en la capital peruana. Tras este hecho, el protagonista reconoce a Ambrosio, que trabajaba en dicho lugar. La rabia canina como síntoma de desmoronamiento social y moral ha sido interpretada por algunos críticos como un elemento central del retrato gris que describe la novela.

Esta condición “grisácea” tiene que ver también con Lima, la capital del Perú, pues ésta es una ciudad llena de nubarrones y un cielo que en invierno algunos describen como de color “panza de burro”. Además, en esta urbe nunca llueve, a lo más una tibia garúa cae en las mañanas o las tardes de invierno. Con estas condiciones climatológicas, que alimentan el espíritu desesperanzado que tematiza la novela, se cierra otro de los círculos que ella plantea. Incluso, determinísticamente, podría hablarse del hombre y su paisaje. El paisaje está emparentado, en cierta forma, con lo oscuro y sucio de la corrupción gubernamental, social, estatal.

La conversación en La Catedral será un frustrado ajuste de cuentas porque, al final, Zavalita terminará ebrio, confundido, y hasta renegando de su propia existencia —el leit motiv de toda la trama— mientras Ambrosio tratará de calmarlo, a partir de sus propias carencias. “This is, in fact, how Ambrosio and Santiago try to constitute their selves, first by refusing to become what their fathers are and then by radically breaking with their fathers’ life-styles” (Franco 73). La técnica vargasllosiana, entonces, opera desde este diálogo que parece empezar suave, tibiamente, para hacernos descender a los infiernos.

En ellos, reina, por ejemplo, Cayo Bermúdez o Cayo Mierda, ministro del Interior del régimen, un crápula todopoderoso, con un pasado que quiere ocultar y que dirige el fuerte aparato represivo del gobierno. Odría, el presidente, quien realmente gobernó el Perú entre 1948 y 1956, periodo conocido como el “ochenio”, nunca aparece directamente. Se le menciona oblicuamente, se habla de él, pero jamás es presentado en un primer plano.

Son los lacayos detrás del trono, aquellos encargados del “trabajo sucio”, los que movilizan los pasajes más sórdidos de la novela. Y en sus eternos y complejos conflictos, en sus ataques de crueldad, en la negación de sí mismos, es que los vamos conociendo, comprobando, al mismo tiempo, cómo la política en un país como el Perú, pero no sólo en él, nuevamente, se desdibuja, conduciendo a la nación a un estado de abulia y vacío.

Corrupción de un régimen
El protagonista, Zavalita, un hombre de treinta años, escribe editoriales para un diario de Lima, pero su frustración continúa. Él se pregunta permanentemente cuándo empezó esta sensación de hartazgo. Por eso, cuando a lo largo de la novela se interrogue: ¿fue allí?, estará tratando de hallar el origen de su infortunio personal. Zavalita está cansado de un matrimonio que él mismo buscó, ante el escándalo de sus familiares burgueses. A la vez, rompió temporalmente con éstos, cuando decidió estudiar en San Marcos, la universidad estatal, y no en la Católica, una universidad privada que en aquella época se consideraba más cerrada y selectiva.

Un asunto que le agregará sordidez a la novela, considerando el mundo machista y conservador que rodea a Zavalita, será el descubrimiento de la homosexualidad de su padre, Fermín Zavala. Éste es un personaje de la burguesía limeña que hace negocios financieros con la dictadura de Odría. Es Cayo Bermúdez, precisamente, el nexo entre Fermín y el gobierno, el vehículo que lleva a mejores resultados sus tratos.
La trama se enturbia cuando descubrimos que alrededor de este mundo de negocios oscuros, hay una red de prostitución que sirve a los grandes jerarcas del poder. Los nombres de Hortensia y Queta, las meretrices más requeridas, se suman al círculo de vicio y podredumbre descrito en la novela. En aquél, que es literalmente un submundo, encontramos a don Fermín, cuyo amante es Ambrosio, formalmente chofer de su casa y con quien, como ya sabemos, Zavalita mantendrá el diálogo que da título a la obra.

Las descripciones del narrador tanto del mundo de la prostitución como de las relaciones entre Fermín y Ambrosio están teñidas de una extraña vocación voyeurista. El lector puede advertir muy bien que hay una descripción minuciosa en cada encuentro, en cada conversación, en cada juego de miradas. El narrador no sólo hace que los personajes de este submundo sugieran o propongan sino que se entreguen a sus pasiones, ya sea por dinero o por compromiso. “A Santiago le parece saber que su padre era pederasta es el acontecimiento decisivo de su frustración” (Oviedo 219). Resulta más grave esta situación para el protagonista a partir de la certidumbre: “No en el momento que lo supiste, Zavalita, sino ahí. Piensa: sino en el momento que supe que todo Lima sabía que era marica menos yo” (Vargas 398).

Una de las subtramas de la novela estará vinculada a este tema, pues, al ser chantajeado don Fermín por Hortensia, a cambio de no revelar su homosexualidad y su identidad en este submundo, donde era conocido como “Bola de Oro”, se producirá un episodio oscuro, del cual la novela da, como en otros casos, información fragmentada. Así en el disciplinado y a la par experimental ejercicio de montaje, Vargas Llosa anunciará el asesinato de Hortensia, conocida como La Musa, en el capítulo nueve del primer libro: “—Ya sé por qué lo hiciste, infeliz —dijo don Fermín—. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba” (Vargas 188). La resolución de este crimen, que se va convirtiendo en un enigma a lo largo de la novela, así como su difusión en las páginas policiales de los diarios (de allí, entre otras cosas, la relevancia de Becerrita), cerrará otro de los círculos de la novela.

Los problemas, las dudas, las incertidumbres abundan en este Zavalita de estirpe sartreana. Él está jodido como el Perú, dice el narrador y el propio Zavalita se lo dice a sí mismo. La solución, pues, nunca llegará. “Santiago is convinced that social success depends on corruption, and he refuses to seek personal gain in a society that thrives on exploitation” (Kristal 56). Hay, por cierto, una fuerte dosis de masoquismo presente en la personalidad y el modo de actuar del protagonista. Pero, más allá de ello, el narrador de la novela quiere hacernos entender que ese masoquismo es tan sólo una variante de los sentimientos encontrados —furia, nihilismo, agotamiento— que muchos habitantes del Perú entremezclan en su vida diaria.
Técnicas, estilos, fondos y formas

Formalmente, los diálogos de la novela están contenidos en secuencias y escenas, en un esquema directamente deudor del cine, con su multiplicidad de planos y sus montajes alternos, que a veces se aceleran, con reiterados flashbacks y flashforwards, buscando un inevitable impacto. Al respecto, Alan Cheuse ha señalado:

Nearly twenty pages of linear narrative in the present tense prepare the way for the limited “montage” effects, those sequences in which the narrative shifts from present conversation (ostensibly moving forward in time present) to the scenes out of the past (various levels of the past to be exact) (53).

Existen correspondencias entre el libro uno y el cuatro y entre el dos y el tres, a la manera de un perfecto contrapunto, y por la cantidad y densidad de los contenidos. Asimismo, está presente el recurso vargasllosiano de las cajas chinas o muñecas rusas (matriuskas). Es decir, se trata de proponer una historia que englobe otra más pequeña y ésta a su vez una tercera, igualmente más breve y así sucesivamente.

Pero no sólo se produce una experimentación de esa clase, sino que, además, los datos en la novela están dispersos y el lector tiene que hacer un depurado esfuerzo de comprensión como para armar esta suerte de rompecabezas. En tanto la novela presenta una realidad fragmentada, copiando, de nuevo, a la “realidad real”, el lector es invitado a reconstruir estos pasajes y darles unidad. Sólo así se llegará a la comprensión total de la novela, sin obviar ninguno de los tantos datos, incluso capciosos, que la obra contiene.

Hay un aspecto de la novela que ha sido estudiado en años más recientes como resultado de la difusión masiva de la narrativa vargasllosiana. Se trata del elemento autobiográfico. Ocurre que críticos y periodistas no sólo peruanos, han indagado entre las probables vidas paralelas de Santiago Zavala y del propio novelista, hallando interesantes puntos de coincidencia. Así, la “realidad real” invocada por Vargas Llosa ya no sólo se escenifica en el centro de Lima y en sus alrededores, en los años cincuenta, sino que la ficción “copia” a esa realidad, apropiándose de sus personajes.

Los seres ficticios, que parecen de carne y hueso, como en las novelas de Flaubert o de Balzac, autores tan admirados por Vargas Llosa, cobran una vida “otra” en el gran espacio de la novela de tono hiperrealista. Y es cuando descubrimos que, como Zavalita, Vargas Llosa también trabajó como redactor de un diario limeño, también estudió en la Universidad de San Marcos y también fue parte de una célula política, “Cahuide”, que buscaba hacer oposición al régimen de Odría desde los claustros universitarios.

Este microgrupo político, en la ficción trazada en Conversación, tiene como integrantes, entre otros, a Jacobo y Aída. Aída se convierte, a lo largo de varias páginas, en el febril objeto del deseo de Zavalita, quien sin embargo sólo la mantendrá como una ilusión, finalmente perdida, al igual que otros asuntos en su vida. Sobre este tema Inger Enkvist reflexiona:

 Los pensamientos de Santiago contienen muchas preguntas. Quiere entender mejor su propia manera de reaccionar. No se siente a gusto entre sus nuevos amigos tampoco por no compartir enteramente sus creencias y desde este momento sus experiencias importantes aumentan su sentimiento de frustración (130-131).

El acercamiento autobiográfico se ha extendido a otros personajes de la novela. Becerrita, jefe de policiales del diario, ha sido cotejado con la realidad, así como los compañeros de trabajo y de juerga de Zavalita, como Norwin y Carlitos. Vargas Llosa siempre ha manifestado que en toda obra de ficción se conserva, aún al mínimo, un elemento autobiográfico, un ancla con la realidad. Él mismo ha escrito libros o dictado conferencias sobre el surgimiento de sus novelas. Quizá el ejemplo más notorio sea el de Historia secreta de una novela, acerca de la génesis de La casa verde.

Conversación es un lienzo tan grande y su afán tan totalizante que da cabida a decenas de personajes, entre principales y secundarios. Críticos especialmente norteamericanos y europeos se confesaron sorprendidos, desde la aparición de la novela, por su ambición y resonancia. Aquel afán totalizante no sólo se descubre sino que se extravía en las voces y ecos ya aludidos, reinventándose a cada momento. Por ello es que también puede hablarse, como lo plantea José Miguel Oviedo, de una pirámide que, así como establece ciertas jerarquías —sociales, políticas y económicas— genera otra jerarquía, de voces, de autoridades y subordinados. Luis Harss dice: “Still, one must consider Vargas Llosa a ‘social novelist’, if only because of the vast public screen on which he projects his fantasies, but also because of his highly ‘socialized’ scale of values” (105).
Y es que, casi obsesivamente, todos están recibiendo o cumpliendo órdenes en la novela. El más principista, pese a su frustración, es Zavalita, quien las desobedece, quien rechaza el orden social. Él piensa desde una óptica individualista y nunca mide las consecuencias de sus actos. Desobedece a su familia, la cual ha trazado un mapa en su vida. Él es ajeno a ese camino. Prefiere recorrer su propia vida. Prefiere “joderse” como le confesará a Ambrosio en la conversación “marco” de la novela.
Mas aun, Zavalita afirma que en el Perú uno no se contenta con “joderse” a sí mismo sino que “jode” a los demás. Es decir, que el fracaso es una cadena. Funciona colectivamente. Por ello es que, una vez en el abismo, la sociedad no encuentra valores ni fuerzas para reincorporarse. Y ese es precisamente el quid del asunto. Como en otros países de América Latina, en el Perú los gobiernos militares, pero también las democracias que terminaron como dictaduras, o simplemente las democracias a secas, han generado una crítica dinámica del fracaso. Asistimos a un mundo confuso, de desvalores y desórdenes, de un laberinto imposible como el que plantea Conversación, donde a veces son tantas las voces y tantos los ecos que el lector tiene necesidad de releer o incluso volver al capítulo anterior. Así, el caos de la sociedad, del país mutilado y saqueado, se retrata oralmente desde un discurso con muchos emisores pero en el cual el punto de emisión está a veces sutilmente borrado o es percibido con dificultad, donde ya no se sabe quién habla primero o dónde termina una conversación. La metáfora pero también la concreción del fracaso de un país, nace, entonces, en la novela, desde la escritura misma. El texto contiene, desde su forma y su presentación, el caos al que va aludir el contenido.
El resultado es un apasionante y valiente libro sobre un país agonizante y el desencanto de su gente. Zavalita es símbolo de muchos ciudadanos que, como en cualquier parte del mundo, reclaman un estado honesto y un juego democrático limpio y justo. Aunque cabe la posibilidad, siempre, de que acaso sólo estemos leyendo otra amarga utopía vargasllosiana, o constatemos, una vez más, que los personajes de este novelista son derrotados por la inevitable fuerza del sistema envilecido, salvaje y corrupto, aquel que sojuzga a los cadetes del colegio militar en La ciudad y los perros o frustra a los amigos que buscan la felicidad perdida en Los cachorros. Alberto Oliart juzga Conversación en estos términos:
 No hay detrás de esta novela una ideología política formulada a través de un esquema de convicciones, no hay simplemente un intento de denuncia o de convertir la novela en un instrumento didáctico. Sí hay en cambio una pasión contenida y fuerte por el país que se describe; un sistema de valores coherentes y abiertos para enjuiciar la realidad social que se investiga y recrea... (202).
La conclusión a la que arriban críticos y lectores que han o hemos pasado por la experiencia de leer y releer, una, dos o más veces Conversación en La Catedral, es que ya no sólo se trata de una apuesta por una novela autónoma, totalizante, que practica y pone en evidencia el infortunio de su protagonista y de su patria. Más allá de todo ello, y ya categorizándola sólo como un producto puramente artístico, liberado de los moldes de la ideología y del compromiso, estamos ante una experiencia que modula, ensaya, mezcla y juega con técnicas narrativas, puntos de vista, monólogos, diálogos cruzados, distanciados, telescópicos. No se ha hecho aún el necesario inventario, a la manera de un mapa, para descifrar el verdadero camino que siguen los personajes o la genealogía de alguno de ellos. No se ha practicado tampoco una lectura que ensaye respuestas para el Perú a partir de esta obra que, desde su complejidad, las reclama con urgencia.
Con todo, a treintiocho años de su publicación, y habiendo confesado el propio Vargas Llosa que, de todas las que ha escrito, ésta sería la única de sus novelas que salvaría del fuego, queda pendiente ese examen analítico que siempre estará fundado en la crucial interrogante que la obra plantea y que hoy sigue implacablemente vigente: ¿en qué momento se había jodido el Perú?
Se trata, para algunos estudiosos, de una pregunta sin respuesta. La teoría que sugiere que el proyecto de nación, en el Perú, no tuvo éxito porque fue abortado apenas desde su concepción, cobra fuerza para cierto grupo de intelectuales. Ellos ratifican que la “pesada herencia colonial” es, además, grande y tortuosa, y que la conquista española del siglo dieciséis, y la subsecuente administración virreinal durante tres siglos, derivó en una serie de traumas, taras y prejuicios que están demasiado acendrados en este país de Sudamérica.
Cuando hablamos de la función terapéutica deConversación, quisimos referirnos, también, a esa óptica de la obra que, desde la presentación de un conflicto, inherente a la sociedad peruana, nos abre los ojos y nos muestra la dificultad de gobernar y vivir en un país atravesado por la violencia y el desengaño.
Subyace, entonces, en el texto vargasllosiano, la idea de que, a pesar de tanta frustración y tantas muestras de inmoralidad, es posible, como ha ocurrido en otros países con problemas similares, levantarse a partir de la destrucción. Desde fines de los años ochenta, Vargas Llosa es un convencido liberal, que admira y postula teorías económicas extremas, apoya los conceptos de Milton Friedman y cree que desde la absoluta libertad del mercado puede ensayarse la construcción o refundación de una sociedad. Asimismo, su idea de una “sociedad abierta”, basada en sus lecturas de Karl Popper, se conjuga con su propio ideario teórico literario: el hombre va a estar siempre insatisfecho pero tiene un derecho natural a creer en sus sueños y esperanzas. Y de eso trata, final y contradictoriamente, su obra literaria.

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