Jorge Zavaleta Alegre. Lima
La riqueza de las
naciones trata de ser medida por múltiples medios. Últimamente, la academia ha
volcado lo intangible para medir la
economía.
Se afirma que la poca
confianza reduce la capacidad de las personas para asociarse y que eso
provoca desaceleración del crecimiento
económico.
Camilo Herrera, un
economista colombiano, con estudios en negociaciones especiales en Harvard, se
pregunta ¿porqué la gente no se asocia y
adquiere capacitación productiva?
Una respuesta está en
que la producción industrial de bienes
culturales ha cambiado el papel tradicional de la cultura. Pasamos de los medios a las mediaciones, como afirma J. Barbero.
La cultura da trabajo, publicado en
Uuruguay, de Sotolovich y Mourelle,
explica que esta actividad favorece, además, el desarrollo de otras
áreas, zonas o ciudades. Las industrias
culturales constituyen un indicador económico muy importante.
La creciente
interrelación entre la economía y la
cultura podría redundar en mayores beneficios para la región latinoamericana y
para su inserción en la economía
mundial. Pero ese objetivo implica, primero, modificar la desigual distribución de los beneficios entre los países centrales
y periféricos explica Néstor García Canclini, director del Programa de Estudios
en la Universidad Autónoma de México – UNAM.
Considera además que: EEUU
se queda con el 55% de las ganancias mundiales producidas por los bienes
culturales y de las comunicaciones. La Unión Europea con 25%, Japón y Asia con
15% y América Latina solo con 5%.
El fervor que a veces
genera en las capitales los espectáculos al aire libre no puede hacernos
olvidar la pobreza cultural y educativa
a la que llevaron a casi todas las
instituciones los “ajustes” financieros y el retiro de inversión pública y privada en
muchos países latinoamericanos. Y después
la frágil regulación a la ola de inversión transnacional.
El desarrollo educativo
cultural no tiene el respaldo necesario. Los Estados hacen cada vez menos por
formar públicos culturales, con sistemas educativos que aún no advierten – como
ha ocurrido en Francia y España – donde los niños aprenden a valorar los medios
audiovisuales como parte del
curriculum de la educación básica.
El Estado no crea
cultura, pero es indispensable para generar las condiciones contextuales, las políticas
de estímulo y regulación, con las que se puede producir bienes culturales y
acceder a ellos con menores discriminaciones.
Autores como Jack
Ralite han dado a conocer reflexiones lúcidas que deberíamos tener presente: ”Después
de los sin documentos, de los sin
trabajo, ahora llega la era de los sin autor. El papa Julio II no pintó la
Capilla Sixtina. La Fox no construyó Titanic.
Bill Gates y la Compañía General de Agua no son autores”.
Por lo tanto, asiste a
razón a quienes comparten que los organismos nacionales e internacionales reconozcan la autoría intelectual y protejan
la creatividad e innovación para que no
sean sometidas a la presencia del lucro.
No sería coherente
oponerse en general a la liberalización de la mercancía ni a la apertura de las economías y culturas nacionales, porque junto a la globalización tecnológica,
esta apertura contribuye a que
conozcamos mejores otras culturas. También ayuda a que las telenovelas, la
música y los libros de unos pocos autores latinoamericanos, africanos y
asiáticos se difundan en el mundo.
Esta expansión e interconexiones necesitan, sin duda alguna,
ser situadas en el marco de políticas
culturales que reconozcan intereses plurales del conjunto de artistas, de consumidores y
de cada sociedad, un tema central para el calendario de campañas sociales del
frondoso árbol de instituciones que alberga la ONU, empezando por la UNESCO.
Urge una nueva
relación cultural de las industrias de
las comunicaciones con las escuelas y de
un ombudsman de los medios. Pero siendo
tan complejas las culturas latinoamericanas, las opciones, como afirma García
Canclini, van más allá de elegir entre
un Macdonalds y un Macondo.
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