http://www.letralia.com/firmas/zavaletabalarezojorge.htm
A veces, como esta noche, escribo para sonreír un poco, o sonreír un poco más. Me gustan los inventarios, mis inventarios de chicas soñadas, ansiadas, deseadas, hiperbolizadas, muñecas que, finalmente, nunca poseeré. Me gusta recordar apenas el año pasado. Sandra Luciana toda de negro enviándome mensajes de texto al celular, esperando que llegara, pronto, a la esquina de Forbes y Craig. Íbamos a ver una película del gran Jacques Tati. Íbamos a reír mucho esa tarde del domingo con una película tan clásica que, como otras, yo descubría para ella. Yo tenía mis planes, quería, otra vez, tenerla cerca, a mi costado, escuchando su respiración agitada, mirando por entre sus anteojos, otra vez toda de negro, otra vez mía, una vez más pura y entera.
Entonces había planeado comer hot dogs, y lo hicimos, ella, en su bien dominado inglés, ordenó sin displicencia. Yo me dispuse a la ceremonia. Me sentía un hombre gordo, viejo y agotado junto a alguien tan núbil como ella. Gozaba con sus brazos largos y desnudos. Llevaba un vestido corto, negro otra vez, una vez más, los anteojos, lo supe entonces, eran Donna Karan, las gafas de montura negra que terminarían por inmortalizarla. Y le dije que estaba como para una foto. Hubieras traído tu cámara, respondió, avispada, atrevida. Entramos en el cine. La película nos colmó con todo su colorido. Jacques Tati era brillante y original. Sandra Luciana se había cuidado de empaquetar las papas fritas para disfrutarlas durante la proyección. Yo, a cada momento, recordaba ese cuento tan traicionero de Onetti, “La cara de la desgracia”, yo era el hombre pensativo, perezoso e intelectual ganado finalmente por la causa de una temible lolita. Ni el crujir de las papas fritas me distrajo de su omnipresencia. Otra vez, una vez más, el cine, la película, Tati, la original trama, todo eran pretextos. Su vestido corto nunca disimularía la redondez orgánica de sus rodillas. Yo era su siervo. Hubiera descendido a besarlas, de mis labios hubieran salido ósculos directos, poderosos, acaso ingenuos. Ella reía con cada escena. Yo esperaba, sigo esperando. Entonces la película, ese símbolo cinematográfico que nos unía desde unos meses atrás, llegó a su fin y caminamos, juntos, hacia la parada de autobús. Me sentía torpe queriéndole explicar cosas. Me sabía nervioso, impaciente. Ella reía con sus dulces dientes. En el bus de regreso hice un par de comentarios sobre el sistema académico norteamericano. Ella, impávida, no abandonaba la sonrisa que siempre sería una invitación, una puerta abierta. Pero la promesa finalmente no se cumpliría. Volvimos al inicio, a Forbes y Craig, donde la esperaba su bicicleta, no regresaríamos caminando juntos a nuestro barrio. Fue entonces que ni siquiera le di un beso y nos despedimos. Fue cuando montó en la bicicleta y, audaz, comenzó a pedalear. De pronto ya era lejana. No me quedó más que caminar, pero nunca cabizbajo, la noche era larga, siempre sería larga y esquiva. Sandra Luciana llenaba mi mente, desde su reciente adolescencia. Todo había sido tan rápido. Quizá sólo unos meses antes. Quizá esa dirección de e-mail que casi adiviné. Que realmente adiviné. Y la respuesta tan rápida y entusiasta, que sí, por supuesto, quería ver películas conmigo. Y yo actuando como un Pigmalión cinematográfico. La tuve cerca, a mi lado, como en cuatro o cinco funciones. Terminé grabando su respiración entre mis recuerdos. Ya para entonces me turbaba, me turbaba ese pantalón negro y las caderas atrevidas, la espalda casi de gimnasta, la mirada capciosa, pícara, singular, especial. También fue emocionante el intercambio de correos, me gustaba esa forma suya tan irresponsable y juvenil de pensar. Siempre tenía una respuesta, no evadía nada, no tenía por qué hacerlo. Un día me contó del tatuaje de la pantera que se estamparía en la espalda. Yo imaginé esa espalda tersa y joven, y también, y por fin, mía. Quizá mi ingenuidad avanzaba sin control, pero no me importaba. Tampoco me importaba que nuestros veinte años de diferencia sugirieran o protagonizaran el ridículo. Finalmente allí estaba, ella siempre, como esa noche en que yo, tan nervioso, presentaba una película chilena en el auditorio, y ella me miraba con atención y yo descubría su cara de niña, inocente, olvidaba la tortura que significaba a veces noches enteras cuando la prefiguraba salvajemente mía, cuando prefería imaginarla entre mis brazos, totalmente entregado a ella, suspirando de goce, gritando mi placer, sintiendo cómo se acurrucaba entre mis brazos, cómo me besaba el vientre o cómo miraba fijamente mis ojos, buscando una mentira, la razón de una mentira.Fue eso y más. Siempre más. Inacabable, inexistente. Ahora que se ha marchado, quizá para siempre, sé que no fue ni aventura ni pretexto, ni chiquillada. Era toda una mujer. Las llantas de la bicicleta avanzaban sobre el asfalto y ella afirmaba las piernas duras, el pecho fuerte, femenino, saliente. Quizá mi comportamiento debió ser distinto, quizá debí ser más avezado, quizá debí tener respuestas, precisas, para todas sus preguntas. Puede que este sea otro inventario, pero ella no será una más. Rotunda, inteligente, desde su lejanía o su ternura, allí estará, observándome sabiamente, como cuando disfrutaba las películas a mi lado o me regalaba sus sonrisas. Esa era, fue, nuestra unión, nunca indisoluble. Fue nuestro juego, nuestro atrevimiento. La tarea, ahora, es no olvidarla, levantarle un altar, rendirle un homenaje, imaginar, desear que no se ha ido, que va a volver, que otra vez todo será como antes. Sandra Luciana, la ropa negra, las caderas, las rodillas, los ojos protegidos por las gafas, la certeza de que el cine nos eleva, nos une, nos santifica. Eso, todo eso eres tú, mi niña veneno, Sandra Luciana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario