Papel de Arbol

lunes, 14 de febrero de 2022

PSICOANALISIS ESTIVAL por Jorge Zavaleta Balarezo, 14 enero 1968.


 

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Psicoanálisis estival

 viernes 24 de agosto de 2018

Cuando llegan las seis de la tarde —esa hora que encierra, juntas, incertidumbre y esperanza—, desde el malecón de Pucusana se observan las ondas marinas, furiosas, en un constante devenir, hambrientas de venganza. Los minutos, a la par, persisten en su paso hasta que el sol —un círculo amarillento, casi rojizo— se esfume, tragado por la tierra, allá en el lejano horizonte, cediendo, aunque de mala gana, su lugar a la tenebrosa oscuridad: símbolo eterno de la noche que todo lo cubre, tratando de comportarse como un bondadoso ogro mitológico.

María surge de pronto, caminando con lentitud. En la playa, las olas remueven las piedrecitas, las cambian de posición, queriendo dar a entender aún más —¿por qué serán tan obstinadas?— su consabida superioridad. Los pasos de ella —intentando detenerse de a pocos— son certeros.

Son pasos que imitan los tiros al blanco, escuchados hasta hace poco: tiros de cazadores practicando antes de sus matanzas, por las tardes. Su piel, a pesar de la oscuridad marina del momento, se advierte bronceada, aunque es blanca de origen. Cubierta por prendas fugaces. Los tiros están dispuestos a herir o matar aves indefensas, inquilinas de ese cielo límpido, un manto con blancos adornos gaseosos. Una blusa crema con botones del mismo color, semiabierta, provocando, sugiriendo. Sonreía. Un pantalón de esos popularmente llamados calientes, un short, azul y desteñido.

Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado. Aturdido.

Él se cruzó con la esbelta figura cuando se aprestaba a bajar las gradas de concreto, camino a la orilla. Si ella fuese como la prenda y quizá más, quizá ardiente, la alegría, visitante oportuna, aumentaría. Allí, ausencia de gentes. Pucusana, la apacible caleta al sur de la metrópoli, tiene más barcos que personas. Ondas y ruidos parecieron tranquilizarse por la soledad presente. La caleta es portadora de una espléndida hospitalidad, con sus restaurantes dispuestos a recibir acalorados, sedientos clientes, y sus casas blancas, con agua para vender en las puertas, dicen traída de muy lejos, nunca de dónde.

Esa noche, desacostumbrada a visitantes así, se preparaba a recibir la exclusiva forma de la damisela de paños llamativos, seductores, fugaces. Eróticos. Él, sin quererlo, empezaba a conocerla. Luego —apenas unos instantes posteriores, deseándolo ahora— a amarla. Una población tranquila. Un lugar acogedor, frecuentado por familias enteras, ávidas de ocio, placer —¡ah!— y diversión —¿qué más podía hacerse?— en la época estival.

Al principio no entendió o no quiso hacerlo, esa enternecedora sonrisa canicular —sí, porque el veintiuno de diciembre estuvo aquí y esta era su secuela—, mostrada por unos dientes blanquísimos, partes de una boca romántica… labios carnosos, rojizos…

Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado. Aturdido. Sus pies se negaban a dar pasos. Su cuerpo, él mismo, no sabía qué hacer, qué decir, qué plantearle o proponerle a esos hermosos ojos incansables.

Se recostó en la arena. Su cuerpo delgado, su blusa enterrada. Con la grava y arena formaba un trío desentonante. Grava y arena, grises y frías. No importaba. También, en el suelo natural, los largos cabellos rubios descansaban. Cerca, un rompeolas dejaba escuchar el ondulante pero sobre todo violento recorrido marino, intentando rendirle a ella un homenaje que aceptaría como otro cumplido —debía estar demasiado acostumbrada—, nada especial —pensaría—, recibido con una fingida indiferencia.

Bajó por fin a tratar de conversarle. Primero la miró. Ella, aunque no lo distinguía, buscaba el horizonte. Las estrellas los acompañaban, tan lejanas y útiles a la vez, sin encapricharse, sencillas, iluminando desde donde estuviesen así sólo vivieran en ilusionadas mentes. Necesitaba hablar con alguien. Él lo advirtió. Para fortuna propia, era el único interlocutor posible en millas… y el más avezado.

Nombre. Dirección. Teléfono. Gustos. Manera no muy excéntrica, suponía, de iniciar una conversación. Tanto para averiguar de una amiga recién hallada, una amante en potencia. Optimismo. Intuía su nombre, su rostro era elocuente. Nombre de virgen, no te equivocaste. Recostada y pensativa, qué pensaría sobre su presencia. Seguro cavilaba en el próximo día, cuando, era una costumbre, ese círculo brillante resurgiese de su exilio y volviera a iluminar el paisaje, a aclarar el pueblo.

Por la mañana, los pescadores irían a encontrarse con el alimento y la mercadería. Irían en sus bolicheras, lanchas carcomidas por el tiempo eterno. En el pueblo, los heladeros buscarían clientes deshidratados. Ahora, sin embargo, era de noche. Las luces se mostraban muy pálidas y ella seguía echada en el borde, en las orillas veraniegas casi tibias, sintiendo la brisa y balbuceando, al comienzo, algo, queriendo dar a conocer tantas cosas que, de pronto, tenía metidas en la cabeza.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla.

Se despojó de su blusa. En pantalón corto y la parte superior del bikini entró al mar. Estaría gélido a esa hora. Ella extrañaría al sol pero se conformaría con mojarse, remojarse en esas aguas abandonadas al momento por el calor. Ella se bañaba y riendo salpicaba espuma: luego empezaron sus carcajadas. Él quiso unírsele. Sentía ese éxtasis, como en la película de Hedy Lamarr, tanto como la mujer que seguía internándose entre las olas a manera de móviles arenales. La ropa no se despegaba de su cuerpo. Le privaba de la tentación. Mejor, de la acción.

Escuchaba su risa, similar a la de una histérica, no sabía por qué, y recordaba la conversación de antes. Su nombre, su apellido. Él se presentó. Luego ella, con entusiasmo. Muy cerca, a pocos metros de ellos, se divisaba la isla de rocas negras, una especie de pequeño acantilado. Hablaron de pintores flamencos, de El año pasado en Marienbad en cine club, de Thomas Mann, de la literatura que él estudiaba en la universidad. La convenció para llevarla a almorzar. Se refirió al siguiente campeonato de vóley, al teatro en la ciudad. ¿Y la urbe? ¿Cómo estaría? Más allá de vomitar humo, uno de sus goces inevitables, otros hechos estarían ocurriendo. Los autos iban hacia ella, por la vieja carretera, a contaminarla con sus tubos de escape y anunciando su llegada con el infernal chirrido de relucientes llantas.

María dijo me voy y sus brazadas, tan ágiles y sorprendentes, la alejaron de él, de su vista, y la contagiaron de mar, de agua salada, de infinitud. Trató de ubicarla. Era tarde. La inmensa oscuridad del cielo impedía cualquier pesquisa. Se perdió con rapidez entre las olas o desapareció tras las rocas negras. Esperó quince minutos y no la veía. Se impacientó. Transcurrió un rato, largo, nervioso. La madrugada reemplazaba a la noche y él se decidió a investigar.

Dónde estarían los largos cabellos rubios. Dónde las piernas bronceadas a plenitud y exhibidas en secreto. Dónde la mujer dichosa y sonriente. Tenía esperanzas de poder encontrar su figura, escuchar otra vez su voz, ver su cuerpo entero y plácido. Se zambulló en el agua y nadó hacia la isla. Unas cuantas algas y otros tantos erizos fastidiaban el recorrido. Buceó un poco. No estaba por allí. Quiso ser un submarino para explorar las profundidades a ver si la ubicaba flotando entre el reino de lo desconocido.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla. Tomó sus prendas que evidenciaron fidelidad mientras su dueño luchaba entre los límites marinos.

Se encaminó al pueblo. Pucusana debería estar durmiendo. Qué hora sería. Ya el tiempo no importaba, nunca importa. Era el momento, él con el cuerpo mojado —agotado y friolento— podía sentirlo, de las brujas que quedaban de primavera y de los mostrencos veraniegos que soltaban sus hechizos, cometían sus travesuras horrorosas tantos días, que, esta noche, la luna, tímida, se negaba a salir, a presentarse entera.

Llegó a su casa. Se acostó, rendido. Los gallos cantaban con sonora insistencia. No cesaban sus llamados a los durmientes, sus afinados coros se convertían en sinfonías prematinales. El sol brillaba otra vez, entró por la ventana con intensidad hiriente, molestando sus ojos, obligándolos a abrirse. Los gallos y el sol, el estío y la naturaleza con su vehemencia le dijeron levántate y estaba incorporándose, dejando, para no perder la costumbre, la cama sin hacer, cuando llamaron a la puerta.

No recordaba mucho de lo ocurrido horas antes. Olvidó sus posibles culpas y su nueva —misteriosa— amistad. Un oficial con revólver al cinto, de esos tipos que usan uniforme y armas para intimidar y nunca lo logran, se presentó y solicitó —él lo dijo así— su identificación.

Pudo rememorarlo. Ella. María, ese nombre flotando en su sueño. El ofrecimiento a almorzar. Febrero era el mes de la canícula por excelencia. El cine club de la ciudad de la torre. Que cuál es su nombre. Era periodista. Que en qué periódico. Las cimbreantes tanguistas disfrutaban, apenas el sol nacía, de su estada en el balneario. No tenía trabajo estable ni pensaba conseguirlo. Algunos caballeros, la mayoría tímidos, miraban a las bellezas desde el malecón. Que qué hacía aquí. A usted no le importa. Unos golpes verbales hábilmente intercambiados. Le tocaba interrogar. Lo haría con gusto. Con suspenso. Con temor. Que qué querían de él. El guardia no mencionó para nada a María y menos a una chica que yacía en el mar, flotando sobre las aguas con la boca abierta, mirando al cielo, esperando ser levantada por ángeles anónimos, quizá hasta pecadores.

Era una simple revisión, un tipo de censo, le dijeron. De la sociedad podía esperarse cualquier acción y más aún de sus fuerzas represivas. Los autos jugaban a perseguirse en las curvas del cerro, mole pétrea indestructible que protege, aunque no está cerca, el poblado. Los niños seguían pensando cómo mejorar sus habilidades arquitectónicas a la par que contemplaban el derrumbe, para ellos una catástrofe, de sus castillos arenosos medievales. Fácil era hacer tortas, no construcciones fortificadas.

Retornaba a su lecho, pero llamaron nuevamente a su puerta. María rubia y fascinante. Y no era (¿o sí?) un fantasma. Con la blusa transparente y húmeda. Riendo, por variar, quizá. Preguntándole si estaba asustado o si se había entristecido. Pidiéndole un refresco. Sonriendo con sus dientes blanquísimos. Decidida a contarle toda su vida. Diciéndole que no tenía nada que hacer. Ofreciendo preparar el almuerzo, la cena: me quedo a dormir si quieres, me portaré bien. Una niña contando cuentos de hadas. Él no comprendía esta situación, su actitud aparente, su modo de ser, su comportamiento, sus complicadas intenciones amorosas impersonales. Cuál era su mundo interior. Trató de ser psicoanalista. Ella, hablaba del mar.

Las personas presentes en la defensa escucharían atentas, quizá hasta estupefactas, aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal implicado, es decir él mismo.

Le dijo chao al dejarlo en una esquina de la avenida Pardo. Mañana te veo. Pasaron los días, las horas, interminables, los minutos angustiosos, los segundos como valiosas gotas de un antídoto vital. Pasaron las semanas, los meses. Un año. Le salían canas, ficticias, y su espera se prolongaba infinita, misteriosamente. ¿De veras se ahogaría en el mar aquella noche? Qué sería de ella. El auto con la placa de rodaje (LOVE8$) circulando por la tierra. Ella y sus ojos llamativos, guiñándole, permanente en sus sesiones oníricas, en sus despertares sudorosos.

Compró un diario. Leyó la página cultural. Confirmó sus sospechas. Esa tarde, la señorita María… sustentaría su tesis para optar el grado de doctora en psicología en la universidad urbana. No continuó las líneas.

Imaginaba el resto. Una estudiante, futura psicoanalista, conoce a un hombre e intenta examinarlo con extrema suspicacia. Ella corre al mar, se esconde. El paciente, ignorante de que es tal, no la sigue y la deja ir. Ella aparecerá en su casa y averiguará, por testimonio personal e inconsciente, todo cuanto necesita saber de él, un falso amigo, un falso amante. Anotó la dirección del auditorio. Se interrogó sobre su próximo paso. Las personas presentes en la defensa escucharían atentas, quizá hasta estupefactas, aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal implicado, es decir él mismo. El jurado pensaría en el paciente. En el armario del dormitorio encontró el revólver, igual que en las películas. Lo limpió, lo introdujo en una bolsa de plástico, luego en el bolsillo interior de la chaqueta. Salió rumbo a la universidad. En el camino, mientras el auto patinaba en la autopista Ventura, se descerrajó, con violencia, un tiro en la sien, segundos después de pensar en lo imposible. En ella. En María.




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