Jorge Zavaleta Alegre
Una madrugada de enero de los años sesenta tuve que subir a una yegua, La Huerfanita, para avisar a mis familiares que el tío Alberto había fallecido de una fulminante neumonía. Salir de la ciudad no fue mayor problema, porque las luces de cada esquina, aunque tenues, daban seguridad y confianza. Pero al llegar a la campiña, la sombra de los árboles convertían en más oscuro el camino.
Al llegar al río Yanahuara, el puente de madera se había caído y se tenía que buscar el sendero más propicio para cruzar. Al salir del río, empezaba una cuesta hasta bordear un cerro cubierto de tunas y pencas, que con efecto de la luna, daban sombras de gigantes que hacían más solitario el viaje. La montura se había aflojado y se deslizó hacía atrás. La reacción de la Huerfanita fue detenerse y no dar un paso más. Pues, salté a la vía, reacomodé las caronas y la montura, y cuando puse el pie al estribo, la bestia hecho a caminar rápido. Pude alcanzarla y seguir viajando en un cielo más oscuro. Las gruesas nubes cubrieron el resplandor del cielo.
Cashapampa, era el destino del viaje. Seis de la mañana ingresé a la bodega de tio Alberto y los campesinos que se preparaban para iniciar la jornada, esperaban comprar coca y cal. Se enteraron de la muerte de don Alberto.
La psiquiatría y la psicología si lo pensamos bien, nace como un instrumento de poder, supuestamente científico, que intenta delimitar ese lugar que existe entre lo normal y lo amormal. Y los profesionales de la psiquiatría no son más que esos que deciden saber dónde está ese sitio.
No hace más de cuatro décadas, la delimitación de lo normal y lo anormal suponía la institucionalización de los llamados enfermos mentales. Era esa terrible época de los manicomios, ahora, unos años después, esto está superado, en buena parte del mundo. Pero esa separación entre lo normal y lo anormal sigue existiendo.
Es mucho más sutil, es, si me lo permiten, conceptual, es una separación lingüistica, si cabe. Esa separación se hace mediante el diagnóstico. Es decir: las personas que no son normales tienen un diagnóstico psiquiátrico, y los psiquiatras y psicólogos son los responsables del mismo. Con el diagnóstico se consigue algo muy similar a lo que se conseguía con la institución años atrás, que es por un lado que el loco se identifique a sí mismo como enfermo, y por otro lado que la sociedad tenga un argumento, una excusa para poder separarle de ella.
Como estudiante en tercero de psicología y con los ideales e ideas que movieron a nuestros maestros, cuando en la reforma psiquiátrica cerraron los manicomios, y llevarlo al momento actual, de la llamada ciencia.
Pero no nos podemos quedar ahí, no nos podemos quedar solo con una teoría, eso sería meras palabras, lo interesante es llevar eso a la asistencia, llevarlo a la práctica clínica.
Alguno de lo que me estén leyendo, pueden estar sorprendidos porque utilizo la palabra locura, o loco, quizá es una palabra que pueda sonar mal en algunos círculos, pero algunos preferimos utizarla en contraposición a eso de la enfermedad mental, que parece más políticamente correcto.
Cuando hablamos de enfermedad mental estamos hablando de enfermedad, estamos posicionando a la persona en un lugar pasivo sobre lo que le pasa, con el que parece no tiene nada que hacer. Sin embargo cuando hablamos de locura, llamamos a esa parte de diferencia, a esa parte imperfecta, posiblemente esa parte de genialidad, en la que la persona puede crear un modo distinto de estar en el mundo, o no crearlo. Y es que la locura se puede definir de muchas formas, una de ellas, es decir que la locura es un modo de estar en el mundo, es un modo que puede ser imperfecto, que puede ser muy angustiante, que puede implicar muchísimo sufrimiento, lo digo pues tanto en las prácticas profesionales como en mi trabajo lo veo casi a diario.
Sin embargo a veces es el único modo que tiene esa persona para estar consigo misma y para estar con los demás. A diario veo cosas como que la soledad, el factor de la soledad, es un factor muchísimo más imporatnte en la generación de crisis, en la provocación de clínica psiquiátrica, que esos supuestos desequilibrios bioquímicos o de neurotransmisores, o alteraciones genéticas que nos pretenden hacer creer que hay detrás de todo, y que la soledad es mucho más importante que eso. Y eso lo dicen los propios pacientes, en afirmaciones como que, a veces es mucho mejor sentirse perseguido, sentirse vigilado, estar paranoico, se podría decir que estar solo. O esas sentencias que se te quedan grabadas en la cabeza, como que a veces es mejor creerse dios que saberse nadie.
Pues si esto es así, nosotros los futuros profesionales de la psicología, en lugar de facilitar esa parte de la sociedad que realiza el diágnóstico, lo que debemos hacer para ser de alguna utilidad al paciente, es encontrar ese punto en el que esa persona pueda generar un nuevo modo de estar en el mundo que no implique estar enloquecido, pero que sea suyo.
Como estudiante de la psicología tengo la suerte de seguir esta línea de pensamiento, esta es la idea que saqué de la conferencia del psiquiatra José García-Valdecasas, y por eso os la quiero trasladar hoy.
Las personas con problemas de psiquiatría, con trastorno mental grave, personas con trastornos psicóticos, personas con trastorno de personalidad grave, nosotros como futuros profesionales desdibujaremos ese diagnóstico y viendo detrás a esa persona única, que puede llegar a construir algo nuevo.
Mi profesor de Filosofía, Pepe Alonso, siempre me decía, la medicina se ocupa del cuerpo, mientras que la psicología y la psiquiatría se ocupa de algo muchísimo más amplio. A lo mejor les resulta demasiado filosófico, pero este campo es el campo del ALMA.
Y me lo decía, para cuando me acerque a algún paciente no utilice preguntas como: ¿cuáles son sus sítomas?,¿ desde cuándo los tiene?,¿ qué intensidad tienen?, y, ¿a qué creén que se beben?.
Las preguntas que deberíamos preguntarles a esas personas serían: ¿qué nesecita?, y en todo caso, ¿de qué sufre?, porque ahí estaremos yendo a la parte individual de la persona.
También los fármacos son un medio, no son un fin, no son la solución para nada, y por tanto, deben ser siempre consensuados con el paciente, ahora que estamos en la época en que algunos defienden los tratamientos involuntarios, ambulatorios.
En definitiva lo que se intenta es que los profesionales se adapten a las necesidades de la persona, y no que ella tenga que adaptarse a lo que los profesionales creen saber que es lo que necesitan, es un matiz muy sutil, pero que diferencia por completo la relación terapéutica.
Por experiencia les digo que cuando una persona está mal, salir a dar un paseo, ir a una cafetería a tomar un café, es más gratificante que volver a consulta dentro de un mes, o facilitarle un espacio, como puede ser un programa de radio, para que participle, por ejemplo. Esto es mejor que subirle el tratamiento. Lo que se intenta es sustituir el tratamiento por el TRATO. Y que ese trato lo debemos hacer en la comunidad, y en la sociedad, que es donde está el problema.
Handke, un premio Nobel y la soledad de la literatura
POR IGNACIO CASTRO REY
En el año del Nobel de Literatura otorgado al austríaco Peter Handke, Ediciones Carena publica una nueva edición revisada de El hombre no mediático que leía a Peter Handke, uno de los libros más emblemáticos del escritor venezolano Edgar Borges, que se presenta hoy en Madrid. Esta investigación novelada en clave de diario tiene el pulso de la obsesión de un escritor que se debate entre su mundo y el de los otros.
El hombre no mediático que leía a Peter Handke, de Edgar Borges. Bajo este largo título se esconde el sencillo diario de una indagación sobre el destino de la literatura en este tiempo de estruendo. El hermoso libro de Borges tiene todas las características de una obra fronteriza: no es exactamente una novela, aunque tiene elementos de ficción; ni un diario, ni un ensayo, aunque contiene abundantes reflexiones; ni una narración al uso. Se podría decir que estamos ante una obra fronteriza que no podría no haber sido hecha. El propio autor aparece dentro de ella como un personaje obsesivo, un poco fanático, enfermo por el encierro en una investigación que no acaba de cerrarse y le obliga a romper amarras con el mundo comercial de la literatura y sus agentes comerciales.
La familia del autor, sus hijas Camila y Miranda, su mujer Nathalie, que aparecen en un delicioso claroscuro tras la obsesión creciente de Borges y su encierro, también sufren las consecuencias prácticas y diarias de esta “investigación” frenética. Hay algo del Ello egoísta del escritor, que no acepta aplazamientos ni compromisos externos, que hace sufrir un poco a las dos encantadoras niñas que se insinúan al fondo, también a la paciente Nathalie, que más de una vez parece a punto de romper la baraja de la convivencia.
Todos los elementos de incomprensión cívica que rodean a la literatura se presentan desde las primeras páginas de este libro, a pesar de que las tres figuras femeninas están rodeadas de un halo de gracia que no siempre los que nos enfocamos a una labor así de absorbente tenemos la suerte de encontrar. Pero la literatura no sería nada sin la prueba de la incomprensión externa y las servidumbres cotidianas (ganar dinero, cuidar a los tuyos) que la sociedad representa, encarnada en la figura del agente literario que sabe lo que se vende y lo que la gente quiere.
El sentido anónimo de vivir y el absolutismo social
Aparentemente, el libro de Borges está plagado de nombres del mundo literario, de Vilá Matas a Barjau, de Handke a Vicente Luis Mora. Bajo esta superficie reconocible, creo que el objeto de la investigación es más bien el sentido anónimo de vivir. Quiero decir, la soledad del sentido (no sólo de la literatura, también de la vida) bajo este régimen de poder que Borges denomina “absolutismo social” (p. 219), este masivo control que hace tan difícil hoy pensar y vivir de modo distinto sin ser un marginal.
Para combatir este cerco, Borges utiliza la capacidad asombrosa de Handke para cruzar umbrales, para recrear estados mentales y físicos que siempre están en tránsito, despejando cercos, cruzando distintas prisiones. Diría que las dos niñas que pululan por la casa, y la sabia silueta de Nathalie, no dejan de representar la imagen de una infancia que no sabe nada y lo sabe todo a la vez. Una adolescencia, una crisis, que lejos de ser una etapa que se puede dejar atrás, siempre vuelve como la vacilación crucial que atravesamos en el umbral de cualquier decisión. La juventud, si se quiere, no como una edad más, sino como el punto de fuga de cualquier edad. El filósofo Giorgio Agamben explica muy bien en Genius (Profanaciones) el lugar capital de estas crisis inconfesables.
El proyecto de Borges, su investigación, como a Handke y a sus personajes, le obliga a estar en perpetuo movimiento, atravesando Puertas (así se llaman los capítulos), pasillos, umbrales, estancias. A veces el cansancio agudiza la percepción, la hace enfermiza y permite (en casa o en la calle) ver y oír otro sonido del mundo. Con frecuencia el libro toma la forma de un diario donde se anotan los segundos (7:32) precisamente porque el tiempo no pasa, o transcurre infinitamente lento en la espera de algo. Mientras tanto, nada parece ocurrir. ¿Qué ocurre cuando no pasa nada? ¿Qué es la vida cuando los segundos transcurren a cámara lenta y golpean las sienes? Esta es otra pregunta contemporánea que Borges modula en distintos registros.
El destino atormentado de Handke
Se podría decir ahora que, de todos modos, el destino atormentado e incomprendido de Handke es el de la misma literatura. Aunque él no hubiera tenido el infortunio de tropezar con el caso Serbio, Handke sería igualmente poco incomprensible para un público cautivo de la información y sus consignas generales. Casi podríamos agradecerle a la implicación de Handke contra las injusticias cometidas con esa nación satanizada, el haberle librado de un éxito y una popularidad que, para el autor de Carta breve para un largo adiós, eran a todas luces equívocos. Para un autor que tiene algo que decir, algo que le atraviesa y no es de su propiedad, el éxito no es menos peligroso que el fracaso. El éxito puede ser también un mecanismo de anulación, no más fácil de llevar que la impopularidad o el silencio. Para empezar, el éxito comercial confunde (a veces, al propio autor) sobre una cuestión básica: la inmediatez mortal, el secreto común del cual se ocupa la literatura, jamás será patrimonio de este totalitarismo de la transparencia pública. La vida jamás pasará a la Historia, por más que se empeñe el oscurantismo de la información.
Clarice Lispector, por ejemplo, nunca ha sufrido un tropiezo publicitario como el que afectó a Handke y sin embargo es tan celebrada como ignorada. Bajo su halo de estrella mundial de las letras, permanece escondida para un gran público y una maquinaria cultural que sólo buscan en la ficción el suplemento de efectos especiales que complemente la esclavitud universal a la economía, ese pragmatismo que rige sobre todo las intimidades.
Su intento de comprender al ser humano
Aparte de las razones políticas, no tuvo mal olfato literario Sartre cuando rechazó el Nóbel. En todo caso, estoy de acuerdo con Edgar Borges en que lo más herético de Handke es su forma de intentar comprender al hombre, su perpetua metamorfosis, esa atormentada incomunicación de unos personajes que, aprisionados en un interior que reproduce el mundo, ayudan a despejar barreras y a entender la vida de otra forma. Por eso los personajes de Handke, en su perpetua ambivalencia, no dejan de representar el cualquiera que somos bajo nuestra costra de identidad.
La gente no lee porque no quiere estar sola ante eso. Las pantallas tienen la ventaja de que te conectan al estruendo gregario; están pobladas de enlaces, opiniones, fotos, comentarios y todo ese narcisismo compartido en que se ha convertido la comunicación. Por el contrario, la literatura brinda una comunicación que una y otra vez ha de atravesar la incomunicación de vivir y ser único. Una página de Handke o de Lispector te devuelve a un mundo primario donde la tecnología y su religión de la seguridad no valen nada. La literatura nos arroja a una infinita soledad en la que hemos de atravesar páramos sin la cobertura y las aplicaciones que el dios Sociedad maneja, protegiéndonos del miedo mientras nos hace sociodependientes.
Escuchar los sonidos del mundo
Borges reproduce varias veces una obsesión de Handke: aplazar la opinión salvadora, insistir en la contemplación, en la duración de esta fugacidad inmediata, hasta que nazca la gravedad de una sensación nueva. La idea se parece mucho a ese reto del músico John Cage: escuchar los sonidos del mundo antes de que sean un signo que circula, un código universal. En los dos casos, como en otros, se trata de perseverar en la percepción hasta que se convierta en imagen. Siguiendo a Handke, Borges llega a hablar de una “ecología de lo no advertido” (p. 247), podríamos decir, de lo que para la sociedad es imperceptible. El cansancio, el de la creación, transfigura el mundo, nos hace porosos a la epopeya de todos los seres vivos. Por eso, instintivamente, los creadores como Handke han de viajar continuamente para desquiciar la seguridad, para percibir los signos por fuera de nuestro dogma in-formativo. Se trata, para mantener la ciencia del ser único que respira en lo inmediato, de mantener buena relación con el movimiento y mala con la fijeza que nos retiene.
Entonces uno, bajo las tonterías de la identidad, roza el “comunismo” de ser cualquiera. Bajo la literatura subyace la herejía de que la “cura” del hombre, su salud y su seguridad, se encuentran en aceptar la enfermedad de vivir, una subversión que comenzaría por la aceptación. Pero nuestra sociedad no puede dejar de ser oscurantista y represiva en este punto. Como estamos incapacitados para la afirmación, desde la condición mortal, nuestro Bien sólo puede basarse en un Mal continuamente sustancializado en otros. Por eso nos pasamos la vida buscando judíos, musulmanes o serbios a los que masacrar impunemente.
No es fácil que, con o sin el escándalo del “caso Handke”, una literatura que apuesta por la afirmación del universo mortal de la inmediatez encuentre el aplauso de la aldea global, un “supuesto mundo” que nunca ha salido de la mitología del recambio perpetuo, de la velocidad como gran idea fija. Es de agradecer que Edgar Borges, con su estilo aparentemente modesto, nos haya recordado toda esa grandeza que habita en la cercanía de unos seres que respiran, como los árboles, indiferentes a la historia.
Hoy, miércoles 4 de diciembre, se realizará una única presentación de ‘El hombre no mediático que leía a Peter Handke’, en la librería Juan Rulfo de Madrid. A las 19.00 h. Edgar Borges conversará de su investigación novelada con Ignacio Castro Rey, autor de este texto.
Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía; reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Siguiendo una línea de sombra que va de Nietzsche a Agamben, de Baudrillard a Sokurov, Castro escribe en distintos medios sobre filosofía, cine, política y arte contemporáneo. Sus últimos libros publicados son ‘Ética del desorden’ (Pre-Textos) y ‘Mil días en la montaña’ (los libros de fronteraD).