Jorge Zavaleta Alegre.-Corresponsal en América del Diario16 de Madrid y de TIME Line en EEUU.
Crónica dedicada al Dr.
Andreu Zarick*, médico italiano, en la Frederick Community Action Agency, con
su rigurosa contribución en el
proceso de vacunación contra Corovirus
2019. Y la fraterna invitación a leer “La Casa de Dios”
para hablar después sobre la tarea
social de los profesionales de la Salud.
Increíbles son los
prejuicios sobre la salud, especialmente sobre la Salud Mental en las sociedades, inclusive del
presente siglo XXI, que consideran a las pandemias y sus orígenes en el alejado
mundo asiático, que amenaza quitar el
mercado a Occidente, liderado por EEUU. Otros que consideran castigo de Dios a las personas que sufren obsesiones o depresiones o alguna variación de
en el estilo de vida.
En el Perú, en la
década de los ochenta, el político
Victor Raúl Haya de la Torre, fundó en México de 1917, la Alianza Popular
Revolucionaria Americana – APRA, quien junto con Carlos Mariátegui, fueron parte
importante de la historia democrática de este país, que en el siglo XXI camina
sin rumbo, azotado, además por el
narcotráfico y la corrupción generalizada y el desgobierno. Esta fresca en la
memoria de los 33 millones e habitantes los dos periodos presidenciales de Alan
García Pérez, quien se suicidó ante la evidencia que pasaría el resto de su
vida en alguna cárcel del país o en el exilio.
Esta historia viene a
colación porque el psiquiatra Max Silva Tuesta (1935-2016), medico principal de Alan García, autor de
varios trabajos de investigación sobre
la Salud Mental, escribió que la ciudadanía de su país vivía tan lejos
de la realidad, calificando a AGP con burla y desprecio la quebrantada salud de
quien fue dos veces presidente de su
país, que dejó su primer gobierno con cerca de 7000 % de inflación.
Esta triste historia
del Perú significó el ingreso de la economía de libre mercado, liderado por un
ingeniero agrónomo de origen japonés que remató las principales empresas
públicas y fugó a la tierra de sus ancestros con la mitad de las arcas fiscales
y tuvo que salir de prisa del Japón y terminar en una cárcel de Lima condenado
a 25 años prisión…..
Me permito advertir al
lector de pensamiento conservador,
racista, con dinero o heredero de fortunas, que el contenido de La Casa de
Dios, fue una publicación censurada, desde el momento que salió a luz, hace más de tres décadas.
El tiempo ha pasado muy
rápido, y ahora el lector de este libro de mil páginas,
encontrará un hermoso contenido. Pero el mundo todavía no ha superado del todo sus prejuicios.
La casa de Dios, publicado
en toda Europa y con gran éxito de ventas
es más conocido
internacionalmente que en los EEUU.
Casa de Dios es un hospital afiliado a las BMS (Mejores
Facultades Médicas del mundo); fundado en 1913 por el Pueblo Norteamericano de
Israel cuando sus hijos e hijas médicamente cualificados no obtenían buenos
internados a causa de la discriminación.
¿Alguna vez has soñado
con ser médico? ¿Te gustaría que alguno de tus hijos lo fuera? En ese caso,
quizás no es buena idea que leas La casa de Dios. Eso sí, si después de leer
este libro tu vocación sigue intacta, no lo dudes, ser médico es lo tuyo, recomienda
el prólogo.
Samuel Shem, es el
pseudónimo del psiquiatra Stephen J. Bergman. La casa de Dios, construye una
historia cargada de sátira sobre los horrores y absurdos de la profesión de
médico.
Con un humor negro
narra cómo los internos de primer año de un prestigioso hospital enfrentan e
intentan asumir la ingente responsabilidad de curar pacientes e, incluso,
salvar vidas, en un trabajo que no admite errores.
Cada a uno a su manera
intenta sobrevivir a la presión, los fracasos, los triunfos y el cansancio
físico y mental, ya sea deshumanizándose, haciendo todas las pruebas y
procedimientos médicos posibles, no haciendo nada en absoluto y, la mayoría,
recurriendo al sexo con las enfermeras y al alcohol.
Por tanto, Shem da una
visión nada glamurosa de la vida de los médicos, grotescamente divertida, y muy
alejada de la imagen tradicional del “buen doctor”. Retrata a los médicos como
lo que son, seres humanos con virtudes y defectos como cualquiera. Y eso es
precisamente lo más interesante del libro, que no suele ser esta una visión que
tengamos a menudo.
La Casa de Dios,
escrita por Samuel Shem, es pseudónimo del psiquiatra estadounidense
Stephen J. Bergman (n. 1944). Su carrera como novelista es, sin embargo, más
conocida que su trayectoria médica, gracias a sus dos novelas: La casa de Dios
(1978) y Monte Miseria (1997).
El prólogo se inicia:
“Confiamos en los médicos. Por propia necesidad, los veneramos; imaginamos que
su instrucción, competencia profesional y piadosa dedicación los han despojado
de toda incertidumbre y agitación, de todos esos «ascos» que nosotros, en su
lugar, experimentaríamos al ver lo que ellos ven y al ser instados para
curarlo…”
La Casa de Dios es una obra aún más escandalosa que, por cuanto el estamento militar ha concitado de antiguo (por «reclutamiento forzoso», podríamos decir) detractores y satíricos, mientras que los médicos que nos propone la ficción son generalmente benévolos, a menudo heroicos, y en el peor de los casos profesionales de dudosa —y un tanto cómica—eficiencia, gente como Hofrat Behrens, el mago entusiasta de La montaña mágica de Thomas Mann
Nuestro héroe, Roy
Basch, nos recuerda al Cándido de Voltaire por su optimista inocencia y —pese a
la incesante hipocondría de su ajetreada biografía—su tenaz salud. Tres cosas
le sirven de ventanales que miran desde el hospital-feria claustral hacia el
soleado paisaje perdido de la salud: el sexo, la nostalgia de la infancia y el baloncesto.
El tono heroico, no tan
frecuente ni tan llamativo como el burlón, está presente también en estas
páginas, y quizá con la misma validez para los millares de internos que se
entregan al aprendizaje médico provistos de los elementos abiertamente
pedagógicos de esta novela sin duda didáctica de Shem.
Es un Libro útil hasta
en su glosario —un apéndice serio la mayoría de las veces—. La Casa de Dios
destila además esa esencia de celebración propia de la novela genuina, definida
por Henry James como «una huella de vida».
La montaña mágica de
Thomas Mann. No es que los jóvenes internos, residentes y enfermeras imaginados
por Samuel Shem sean seres carentes de solidaridad y compasión; todos aportan a
la pavorosa feria de la práctica hospitalaria un residuo de su inicial
dedicación, y el más cínico de todos ellos, el Gordo, es al mismo tiempo el más
experto y eficiente.
La Casa de Dios destila
además esa esencia de celebración propia de la novela genuina, definida por
Henry James como «una huella de vida».
El autor recuerda “…Nos
sentíamos tristes cuando alguien de nuestra edad que había estado jugando al
béisbol con su hijo de seis años en un precioso atardecer de verano era ahora
un vegetal con la cabeza llena de sangre y a punto de que los cirujanos le
abrieran el cráneo”.
El libro nos lleva a la
vida de políticos como el presidente de los EEUU, Richard Nixon: “…el más
fascinante de los presidentes del siglo XX (para los escritores de ficción, al
menos)—y el escándalo Watergate en curso proporcionan al relato su marco
histórico, y lo sitúan en 1973-74”.
La Casa de Dios no
podría escribirse hoy día, probablemente; no de una forma tan descarada, al
menos; su pródigo uso de la caricatura libre y multiétnica se vería hoy
inhibido por términos actuales de descalificación tales como «racista»,
«sexista» y «ancianista».
Con todo, los temas de
la novela siguen conservando su vigencia en estos días en que el sistema médico
de la seguridad social norteamericana va a verse abocado a una grave crisis:
cada día es más caro, se halla más sometido al abuso, al expolio y a la mala
propaganda, más esquilmado por una mala administración y unos excesos mortales
que superan con mucho la ficción de cualquier libro.
En La Casa de Dios, se
describe a los viejos moribundos y a los jóvenes moribundos, que asolábamos a
las mujeres de la Casa. Desde las más tiernas novatas de la escuela de
enfermería a las curtidas enfermeras jefe de la Sala 12 de Urgencias, e incluso
—en un español macarrónico—a las hispanas cantarinas y cargadas de ajorcas de
Mantenimiento y Servicios Auxiliares.
Y ahora sé que el sexo,
en la Casa de Dios, fue siempre triste y morboso, cínico y enfermo, ya que al
igual que todas nuestras demás actividades en la Casa, se hizo sin amor, porque
todos nos habíamos vuelto sordos a los susurros del amor.
El ungüento que creó
Samuel Shem se llama La casa de Dios (Anagrama) y sirve todavía para calmar el
mal sabor de boca a internos, residentes y médicos de los hospitales de todo el
mundo. Aunque a veces provoca efectos secundarios. El libro que este psiquiatra
escribió décadas atrás En Estados Unidos
ya lo llaman La biblia, y no hay futuro médico que se precie que no haya leído
u oído hablar de esta obra.
Cuando Samuel Shem
publicó La casa de Dios, más de un doctor soñó en clavarle un bisturí, luego
las aguas se calmaron y actualmente el libro «empieza a verse como un documento
histórico», asegura el autor.
Shem, gestó su novela
cuando aún era estudiante de medicina y estaba a punto de hacer prácticas de
psiquiatría. La casa de Dios enseña lo que él descubrió en sus años de interno
y residente. Una historia que ahora «no podría publicar» en un país como
«Estados Unidos, que se ha vuelto terriblemente conservador».
Libro útil hasta en su
glosario —un apéndice serio la mayoría de las veces—, La Casa de Dios destila
además esa esencia de celebración propia de la novela genuina, definida por
Henry James como «una huella de vida».
No es que los jóvenes
internos, residentes y enfermeras imaginados por Samuel Shem sean seres
carentes de solidaridad y compasión. "Nuestro héroe, Roy Basch, nos recuerda al
Cándido de Voltaire por su optimista inocencia y — pese a la incesante
hipocondría de su ajetreada biografía—su tenaz salud. En el entorno mórbido imperante, los
arrebatos de lujuria llegan de un mundo tan remoto como el de las cartas del
padre de Basch, con sus asociaciones serenamente ilógicas".
La actividad sexual
entre enfermeras y médicos aparece aquí como alivio mutuo. Es la versión
«sexuada» de la renqueante camaradería entre internos novatos. Henry James
llama como «una huella de vida».
Hoy, cuando su venta se
extiende en el tercer millón de ejemplares en su edición de bolsillo, La Casa
de Dios sigue aportando a los estudiantes de medicina el shock de verse
reflejados en un espejo, y ofreciéndoles consuelo y diversión en medio de sus
trabajos hipocráticos.