Cortesía del abogado y periodista César Augusto Ames Angeles. Crónica publicada por el Diario de Chimbote, Perú, por su editor Manuel López Inga.Chimbote es un puerto cuyo mar ha sido deborado la industria de harina de pescado. Un documento para la reflexión y la necesidad de impulsar la integración real de los países andinos. Un crónica para y por el nuevo periodismo. No al chauvinismo. JZA
El roto, escribe: Nicolás Augusto González
(1903), Chile
Don Manuel Puelma Tupper, escritor chileno, muy conocido, se
expresa, al hablar de su pueblo, en estos términos: “El roto no tiene necesidad
de cosa alguna: él vive sin economía, sin hogar, sin otro vestido que el que
lleva consigo. El roto jamás hace lavar una camisa. El sábado en la tarde,
después del ajuste, el roto compra una camisa nueva, que arroja el sábado
siguiente para comprar otra. El roto no tiene familia. Si se llegase a decir a
uno de ellos: ¿Quieres acompañarme para Panamá, para Montevideo, para el fin
del mundo? ¡Sí quiero! respondería inmediatamente.
“El roto es triste. No ama la vida, pero tampoco desea la
muerte. Todo cuanto gana lo gasta en la taberna; se casa, tiene muchos hijos,
que mueren casi todos por falta de higiene, y los que sobreviven son
melancólicos por la vida que llevan. A la primera señal de guerra el roto se anima
y se hace soldado, y un buen soldado vigoroso y resistente. La pereza, sin
embargo, y la borrachera, conservan al roto en estado de ignorancia completa”.
¿De dónde proviene ese instinto guerrero de los rotos? De su
amor al robo, de su sed de sangre; (Puelma Tupper se olvidó de decir que por
tal razón el roto es ladrón y asesino)
No es, por eso, de extrañar que al primer grito de guerra
contra el Perú, miles de rotos se alistaron en el ejército que debía invadir a
este país. Veían, en perspectiva, un pueblo rico al cual poder saquear;
ciudades de las que habían oído hablar siempre con entusiasmo; mujeres de
maravillosa hermosura, viñedos de fama universal, y más que el valor
inconsciente de la brutalidad, los arrastró a la guerra el ansia de todo eso,
tan desconocido para ellos, como el supuesto Dorado para los conquistadores.
Era “aquel un pueblo que estaba muriendo por el exceso de
alcohol”, dice Bellesort en su precioso libro premiado por la academia francesa
en 1899, y titulado: La joven América (Chile y Bolivia).
Los jefes del ejército chileno y los políticos de la Moneda
sabían, perfectamente, que su país tendría que quedar aislado en el Pacífico,
por falta de trabajo y de producción, sino se trataba de inocular oro derretido
en las entrañas de su tierra agotada. Comprendían que les era imposible
efectuar la conquista comercial que los Estados Unidos, por ejemplo, van
llevando lentamente a cabo, y quisieron precipitarse a la conquista política de
países militarmente débiles y llenos de los recursos que faltaban a Chile.
Temerosos de que el roto se lanzara a una revolución
salvaje, comenzaron a hablarle del Perú en los términos más encomiásticos.
¡Allí estaba el porvenir! Su plan era excelente aunque pérfido y cruel: vencido
Chile, el exceso de rotos vagabundos que temían ver alzarse a demandar pan con
el corvo en la diestra, quedaría destruido, aniquilado en la guerra. Vencedor,
el enemigo tenía oro en abundancia para dar cierto bienestar proveniente del
implantamiento de nuevas industrias, a los que regresaran de los campos de
batalla.
Su profunda ignorancia y su codicia, hábilmente encendida,
impidieron al roto ver el lazo que se le tendía. Vino a la guerra como habría
ido al infierno, indiferente al sufrimiento físico, sostenido por la esperanza
del botín que pensaba recoger.
Al principio, cuando el Huáscar recorrió triunfante la costa
occidental de América, desde Valparaíso hasta Panamá, el roto, arrojado al mar
a cañonazos, se llenó de terror. Su grito de ¡Viva el Perú generoso! lo demuestra
así palmariamente. Después, cuando la loca fortuna le alzó del polvo de la
derrota a la cumbre de victorias preparadas por la traición de Daza y la
ineptitud de otros; todos los instintos de su ferocidad nativa se despertaron
en su corazón y se entregó al pillaje, como los bárbaros que, con el azote de
Dios a la cabeza, invadieron las fértiles praderas de Italia.
Así se vio al roto cebar su cólera indigna en los náufragos
de la Independencia; degollar a los prisioneros en San Francisco, mutilar a los
heridos en el Alto de la Alianza, pasar a cuchillo a compañías enteras, que se
habían rendido, en Arica; recorrer con la tea incendiaria y el puñal asesino
las calles de Chorrillos, sembrando el estrago y la muerte; fusilar en Lima a
varios inocentes; poner a precio la cabeza de caudillos como Cáceres; repasar a
los moribundos en los campos de batalla y enviar a la muerte a valerosos jefes
peruanos, como Leoncio Prado, Emilio Luna y tantos otros, que supieron caer
defendiendo a su patria con la espada en la mano.
Ni se crea que el roto es únicamente el hombre del pueblo.
Diplomáticos chilenos hemos conocido, que escondían afiladas garras debajo de
los guantes blancos, y que si no podían llevarse una moneda o un reloj del
bolsillo del enemigo que no podía defenderse, se apoderaban de museos,
bibliotecas, imprentas y laboratorios.
El roto no ama ni a su mujer, ni a sus hijos, ni a su
patria: no ama sino el botín y la sangre. Los anales del crimen en Chile
horrorizan al hombre menos sensible.
Suponemos que no se habrá olvidado aún ni se olvidará jamás,
el infame asesinato del cónsul del Ecuador en Valparaíso, Don Alberto Arias
Sánchez, llevado a cabo, con inaudito refinamiento de crueldad en 1901, en una
de las calles más centrales, y por criminales que la justicia chilena no ha
querido descubrir. Para la conciencia universal aquél odioso delito fue
cometido por un personaje chileno altamente colocado en la política y en la
sociedad de su país. Celoso del joven cónsul, por complacencias de su esposa con
él, le hizo espiar, le hizo arrancar la vida y luego, como refinamiento de
crueldad y de infamia, cortar las orejas de raíz.
¿Qué queda para las tribus salvajes a cuyos inmundos aduares
no ha penetrado jamás un rayo del sol de la civilización?
Para vergüenza eterna de la justicia chilena aquel crimen no
fue ni será castigado nunca. El roto de frac que pagó a los rotos de poncho
para que lo cometieran, sigue ocupando un puesto distinguido en el parlamento
chileno y no será extraño, no, que llegue un día a la presidencia de la
república, saltando por encima del cadáver de aquel desgraciado joven,
arrancado a la existencia en la flor de sus risueños años de primaverales
idilios.
Espantan, horrorizan, conmueven, los hechos llevados a cabo
por los rotos en la sierra del Perú durante la guerra del Pacífico con los
míseros indios de las punas. Sus cultivados campos fueron destruidos, sus
madres, sus esposas, sus hijas, sus hermanas violadas miserablemente; sus
cabañas incendiadas, sus animales muertos, sus tiernos hijos estrellados
contra las peñas.
Si el roto amara el hogar, habría pensado en el suyo antes
de destruir el ajeno; si amara a la familia, habría respetado los lazos de esos
desgraciados y pobres descendientes de una raza sometida a la esclavitud; si
amara a la patria, no habría procedido de manera que esa patria fuera vista con
menosprecio y horror por los pueblos civilizados de la tierra, a consecuencia
de los hechos de cobarde ferocidad y ruin venganza de sus hijos.
Los escritores chilenos, generalmente, adulan al roto: el
roto es elector y soldado, peón y sirviente, bandido y agricultor.
En la época de elecciones va al choclón, especie de club,
donde unos cuantos oradores de plazuela le hablan de sus derechos, le adulan y
le embriagan. En época de guerra marcha a batirse no por Chile, eso es pura
fantasía de los muchos Vicuñas Mackennas de aquella nación, sino por la
esperanza del botín, del saqueo, del asesinato y del incendio.
Los ricos lo tratan con el más soberano desdén y le obligan
a ejecutar rudo trabajo, o le pagan miserable soldada; los dueños de haciendas
y propiedades rústicas le odian y le temen. Es cosa común en aquel país, que
se presenten en una de esas estancias, diez, doce y quince hombres armados, y
sin previa intimación entren a sangre y fuego en la casa, se lleven cuanto hay
en ella de valor y dejen tendidos en lagos de sangre a los dueños, sin respetar
ni las edad ni el sexo de las víctimas. Llenos están siempre los grandes
diarios de Santiago y Valparaíso, de relatos espeluznantes y dolorosos de esta
clase. Los soldados que salen a perseguir a los bandidos, fraternizan muchas
veces con ellos y les ayudan a cometer sus fechorías.
Después de la toma de Lima fue cuando el roto desplegó, en
las campañas del centro, todo su instinto de ave de rapiña o de felino de las
selvas.
Los escritores que han escrito antes que nosotros sobre
estas cosas, han relatado lo ocurrido en varios puntos de la sierra y la
venganza tomada por los indios peruanos de los crímenes horrorosos de los
invasores.
No soñó sin duda la imaginación calenturienta de Dante
Allighieri lo que pasó en Vilca. Tan sólo en la época de la revolución francesa
pueden hallarse escenas de desolación como las de aquel día. No las repetiremos
para que no se crea que existe un plan preconcebido de acusaciones contra
Chile. A los cuarenta años se miran los sucesos con cierta claridad que no
existe en la juventud. La vejez, madre de la muerte, nos hace razonar con más
imparcialidad sobre las cosas de la vida.
Respetable sería Chile si hubiera sido guiado, al declarar
la guerra al Perú, por alguna causa noble. Pero ¿cuál fue el pretexto? El
tratado secreto con Bolivia, tratado del que Chile tenía conocimiento casi
desde el día en que se firmó cuatro o cinco años antes de la guerra. Si el Perú
hubiera tenido la intención, después de firmar ese tratado, de herir los
intereses de Chile, para obligarlo a la guerra, ni habría desarmado su escuadra
y reducido su ejército, ni habría hecho todos los esfuerzos imaginables por
mediar pacíficamente para impedir que se rompieran las hostilidades.
Chile lanzó sus rotos al territorio peruano, como jauría de
hambrientos lobos sobre el noble corcel en que yacía, por venganza del destino,
atado Mazzepa, y esos lobos desgarraron al espantado bruto, le arrancaron el
pellejo con los agudos colmillos y las garras, y palpitante aún metieron sus
ensangrentados hocicos en sus entrañas y las devoraron.
En la obra que ya en otro episodio hemos nombrado titulada
Memorias de un roto, publicada en Valparaíso, pueden leerse escenas de
desolación inenarrable, en las que fueron héroes los rotos y víctimas los
cholos. Sobre todo después de Huamachuco la persecución de los vencidos fue
atroz. Soldado peruano al que encontraba un grupo de aquellos rotos, era
despojado de su uniforme y sometido a toda clase de torturas. A algunos les
quemaron las plantas de los pies y las palmas de las manos; a otros les
cortaron los dedos; a aquellos, como los salvajes de los relatos de Mayne Reid,
le arrancaron el cuero cabelludo; a éstos les sacaron los ojos con las puntas
de las bayonetas. Muchos fueron tostados a fuego lento; muchos abandonados en
la cordillera, atados de pies y manos, para que sirvieran, vivos aún, de
horrible banquete a los cóndores carniceros. Mujer que caía en su poder era
violada sin misericordia y muerta, después, a palos.
Increíble parecerá mañana al historiador el relato de todo
este cúmulo de horrores. El pintor que quiera inmortalizarse puede elegir en
aquella matanza fríamente llevada a cabo, cien asuntos de un espantoso
realismo. En el fondo del cuadro el incendio de la humilde choza, albergue de
muchas generaciones de seres entregados al trabajo y al amor; y en primer
término hacinados en lívido montón los cuerpos de multitud de esos seres, y
pisándolos con la amarilla bota herrada el roto de barba hirsuta y cabellera
revuelta, que blande en la diestra el corvo tinto en sangre hasta la
empuñadura.
Venezuela, Colombia y México tienen en América al llanero,
soldado de las sabanas; la República Argentina al gaucho, que galopa en la
pampa y vive en libertad. Chile tiene al roto siniestro, que en las ciudades y
en los campos vive entregado al ocio, al vicio y al crimen.
En los tristes días de la ocupación de esta capital, por las
fuerzas vencedoras en San Juan y Miraflores, ya que no pudieron los rotos
entrar a Lima a sangre y fuego, fueron, en las noches, terror de sus míseros
habitantes. El desdichado que se atrasaba en la calle y llegaba a su casa
después de las nueve de la noche, era robado, maltratado y asesinado; y cuando
en legítima defensa o en justa represalia un peruano mataba a un roto, al día
siguiente los habitantes de un barrio eran quintados y fusilados sin piedad.
Ya hemos oído a Puelma Tupper: “el roto no tiene familia”,
“vive en la taberna”, “vive sin economía” porque vive del producto de sus
robos, “tiene muchos hijos, que mueren casi todos por falta de higiene”; la
mujer es únicamente para él instrumento de placer; la trata a patadas; muchas
veces le ha reventado la cría en el vientre o le ha vaciado las tripas con el
puñal, no guiado por el instinto de la dignidad ofendida, o por el sentimiento
del honor mancillado, sino por odio al rival preferido o porque la desgraciada
se ha negado a prostituirse para pagar sus desórdenes y alimentar sus vicios.
El hijo es un estorbo para el roto. Crece en una atmósfera
de corrupción é ignorancia que va perpetuando el crimen de generación en
generación, en familias formadas por la casualidad o por el alcohol. El roto no
va a la escuela. En ninguna parte de América hay tantos analfabetos como en
Chile.
Así se comprende que esos miserables, instrumentos del odio
implacable de una oligarquía arruinada, entraran a saco en la biblioteca de
Lima, vendieran al peso inapreciables documentos, que encerraban la historia
colonial e independiente de un pueblo, o los esparcieran en las calles,
riéndose bestialmente de su hazaña, que no tiene parangón en la historia.
Ahora el roto odia al Perú porque teme el porvenir. Siente
no haber aniquilado por completo a un pueblo que va resucitando lentamente y
reconstruyendo sus ruinas, y tiembla al pensar que el Perú generoso pueda
empuñar un día la espada de Themis, para vengar la destrucción de sus hogares y
el horrendo asesinato de sus mejores hijos.