Francisco
Carranza Romero
(Mi
artículo “El pishtaco no es puro cuento” fue publicado en el periódico Nuevo
Norte, Trujillo, Perú, 3 de junio de 1998. El presente escrito aprovecha
algunos párrafos de aquél)
¡Pishtakuwantaq
tinkunkiman! ¡Cuidado de encontrarte con el
pishtaco! Es la advertencia muy común de la gente del área rural cuando alguien
viaja solo a la ciudad.
¿Quién
y cómo es el temible pishtaco?
El
léxico peruano “pishtaco” proviene de la lengua quechua pishtakuq (pishta-ku-q):
el que degüella con crueldad, degollador sin sentimiento. (Explicación: pishta
es el tema verbal de pishtay: degollar; -ku: morfema verbal
enfático; -q: morfema del
participio presente). Así el pishtaco es el cruel degollador de gente y que se
enriquece vendiendo la grasa humana.
Por
las referencias históricas se sabe que los orígenes de esta creencia y relato
se remontan a la época de la colonia española, cuando la grasa humana (runa
wira) servía para fundir las campanas de los templos cristianos; porque
decían que una campana fundida con la grasa humana, cuando la tañían, emitía
mejores sonidos porque los espíritus de las víctimas gemían desde el interior
del metal frío y pesado.
Por
los relatos, dibujos y esculturas deducimos que este personaje es un blanco muy
poderoso por sus armas de fuego, por su daga de largo alcance, por su dinero e
influencias, y que captura al solitario e indefenso campesino que va a la
ciudad o vuelve de ella. Es la alusión del insensible personaje explotador y
traficante de gentes: encomendero, gamonal, militar, ingeniero, empresario,
minero, cura extirpador de las idolatrías... Después de decapitar a su víctima,
la cuelga sobre un perol, y a fuego lento extrae gota tras gota la grasa humana,
un excelente lubricante para el buen funcionamiento de muchas máquinas. Los
obrajes, los ingenios de azúcar, las minas y otras industrias necesitaban la
sangre y grasa de los indígenas para funcionar y tener buenos resultados
económicos.
En
el siglo XX, la grasa del pobre campesino siguió haciendo funcionar barcos, tanques,
aviones, misiles, cohetes espaciales, etc. Los pishtacos de entonces fueron los
hacendados, empresarios abusivos, militares defensores del poder, leguleyos y políticos
que se juntaron en la complicidad. Era el precio del desarrollo.
En
el siglo XXI, tiempo de la tecnocracia y de la pishtaquería cibernética, el desarrollo
sigue gracias al sudor y sufrimiento humanos. Las víctimas, ahora “decapitadas
virtualmente”, siguen siendo gentes inocentes como los niños y adultos
ignorantes de las trampas virtuales -¡y qué clase de virtud!-. Lo que se gana
sirve para pagar los intereses de las deudas del estado, para abrir o aumentar
las cuentas en los bancos extranjeros, para comprar nuevas armas que maten más
gente y en menos tiempo; poco es lo que se invierte en los servicios de la
educación y salud públicas porque el pishtaco no se preocupa del pueblo.
El
indígena peruano, por su reflexión silenciosa, por su memoria histórica y
colectiva de varios siglos, describe a este personaje temido y odiado, dándole
las características según la época. Así previene a sus descendientes para que
se cuiden de caer en las manos asesinas del pishtaquismo nacional e
internacional. En quechua la palabra wira significa grasa, vida. Por
eso, cuando se dice que el pishtaco quita la grasa de sus víctimas, es una
acusación contra los responsables de las injusticias y genocidios cometidos no
sólo en el mundo andino. Los cuadros pintados, los mates burilados y los
retablos también narran y describen con sus códigos (colores, formas y relieves)
la figura y el modus operandi del pishtaco. Y, lo más curioso, en todos los
relatos el temible personaje siempre ataca desde lejos, de sorpresa y a la
traición, evade la lucha cuerpo a cuerpo. Por eso, el andino sabe que, para
defenderse, necesita vivir en un ambiente de solidaridad y ayuda mutua que se
expresa con el verbo yanapanakuy (El morfema -naku expresa la
reciprocidad).
Para
los ajenos al mundo andino, el tema del pishtaco es sólo creencia y cuento de
los serranos. En la novela “Lituma en los Andes” del escritor peruano Mario
Vargas Llosa, el protagonista Lituma, un policía costeño, se siente totalmente
ajeno al mundo donde se habla del pishtaco. El autor narra la actitud de Lituma
al escuchar a una mujer hablando quechua: “La india repitió esos sonidos indiferenciables
que a Lituma le hacían el efecto de una música bárbara”. Para muchos peruanos de
formación eurocéntrica los fonemas del quechua y de otras lenguas nativas son
sonidos de los bárbaros gentiles, de los incivilizados… En Perú,
innegablemente, hay muchos Litumas.
Sin
embargo, para los que asumimos la peruanidad multiétnica y multicultural, el
pishtaco no es sólo creencia y cuento, tampoco es sólo un trauma; es la denuncia
y advertencia para vivir prevenidos ante los modernos pishtacos que andan
disfrazados con atuendos según las modas y que ahora se esconden detrás de las
modernas computadoras.
El tema del pishtaco ya es tratado desde diferentes disciplinas, así hay muchos pishtaquistas que analizan el fenómeno del pishtaquismo no sólo del Perú. Y los neologismos también se asoman provocadores, ¿verdad?
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