¿Latinoamérica sin Reyes?
Jorge Zavaleta Alegre
The New York Times, el 5 de mayo de 2021, ha publicado un artículo de
Hannah Rose Woods, historiadora cultural y la autora de Rule, “Nostalgia: A Backwards History of Britain”.
Y los latinoamericanos explican hoy la
no existencia de monarquías.
Mientras en Europa, la oligarquía había sido, diremos, ya desterrada, en
nuestra América Latina empezaba a implantarse. Esto es consecuencia del vacío
de poder que vivieron nuestros países luego de que se independizaran.
Por qué la mayoría de países americanos no tienen reyes. El principio de
los estados americanos se ubica en 1776, con la Declaración de Independencia de
los Estados Unidos, los cuales habían estado gobernados por la Corona Británica.
EEUU tras un gran guerra contra Reino Unido, consiguió independizarse de los
reyes británicos, siendo considerado como el primer país en llevar a cabo una
revolución liberal, y sirviendo como ejemplo para estados posteriores.
Años más tarde, a principios del siglo XIX, comenzó el proceso de
independencia de los estados latinos. Estos se enfrentaron con los que habían
sido hasta ese momento sus gobernantes, los reyes españoles.
En 1809 sucedió un levantamiento popular, conocida como la Revolución de
Chuquisaca, con dio inicio a la Guerra de Independencia Hispanoamericana. Esta
guerra fue una serie de conflictos armados que enfrentó al Imperio Español
contra sus posesiones en América latina. Pues muchas de estas regiones se
declararon como estados nacionales republicanos, rompiendo con el gobierno
monárquico español.
En 1824 concluyó la guerra, y la mayoría de las colonias se independizaron
de España, formándose 15 nuevas naciones. Las únicas colonias que España
mantuvo fueron Cuba y República Dominicana, que se independizaron en 1898 y
1844 respectivamente. A lo largo de los siglos otros estados se han ido
independizando de sus respectivas monarquías, y en la gran mayoría de los
estados americanos en la actualidad no
tienen gran monarquía.
En la Edad Moderna surgió una ideología conocida como liberalismo, la cual
se basaba en la defensa de la libertad individual, en un poder limitado del
Estado y en la igualdad de todos ante la ley.
Del liberalismo surgieron las revoluciones liberales, que buscaba un cambio
en la política de la Edad Moderna, siendo estas ideas las que influyeron en las
revoluciones americanas.
El primer Estado americano en declararse como una república fueron los
Estados Unidos. En su Declaración de Independencia hablaban del rechazo a la
monarquía, y en la aprobación de una república. Esto se debía en gran parte al
comportamiento que el rey inglés había tenido durante la guerra, tildándolo de
tirano.
Aunque la mayoría de estados americanos no tienen monarquía, existen pocos
países gobernados por reyes (monarquías constitucionales). Estos países son la
excepción: Canadá. Antigua y Barbuda. Jamaica. Granada. Belice.
Leamos a Hannah Rose Woods.
La mañana del sábado, Carlos Felipe Arturo Jorge Mountbatten-Windsor saldrá
del Palacio de Buckingham en un carruaje tirado por seis caballos, hará un
recorrido extenso por el centro de Londres y llegará a la Abadía de Westminster
un poco antes de las 11 a. m., para una ceremonia que en gran parte se ha
celebrado de la misma manera desde hace un milenio.
Dentro de la abadía, se sentará en la silla de la coronación, que tiene más
de 700 años de antigüedad y que albergará, de manera temporal, un bloque de
piedra arenisca escocesa conocida como la piedra del destino. En algún punto,
se pondrá una túnica de 200 años de antigüedad confeccionada con tejido de oro,
bordada de rosas, cardos y tréboles y forrada con seda roja. Será presentado
ante la congregación, cuyos integrantes gritarán: “¡Dios salve al rey Carlos!”.
Carlos será ungido con aceite santo de una cuchara del siglo XII y se le
entregará un orbe, que simboliza la autoridad proveniente de Dios, y un cetro,
que representa el poder. El arzobispo de Canterbury le colocará en la cabeza la
corona de San Eduardo, que tiene más de 350 años, está elaborada de oro macizo
y adornada con un conjunto de rubíes, amatistas, zafiros, granates, topacios y
turmalinas.
Si esta mezcla de antiguo simbolismo religioso y político le parece
impenetrable al espectador promedio, es parte de la idea: cuando se trata de
coronaciones británicas, el anacronismo es una característica, no un error. La
monarquía del Reino Unido y el pasado del país están vinculados de manera
intrínseca y una coronación le da una oportunidad a la institución de hacer un
guiño a la historia con la esperanza de que la historia le haga un guiño de
vuelta. Una coronación exitosa le comunica al mundo —y refleja en tantos
británicos como es posible— una versión de quiénes nos gustaría creer que
somos. El problema es que esta coronación ocurre en un momento en el que no
está muy claro lo que creemos ser.
El Reino Unido en 2023 es un país al borde de Europa que está luchando con
su pasado imperial y afrontando un futuro incierto. Desde la campaña del brexit
en 2016, invocar la “grandeza” de la historia del Reino Unido —al mencionar
acontecimientos o nombres como la batalla de Agincourt o Winston Churchill— se
ha vuelto usual para los políticos de derecha que quieren articular una visión
del futuro del Reino Unido fuera de Europa. Y quizá precisamente porque el
futuro del Reino Unido fuera de Europa parece depender tanto de su pasado, hay
un tono cada vez más duro e insulso en las conversaciones sobre la historia
británica: un patriotismo que no admite ninguna crítica. Los intentos de volver
a analizar la historia imperial del Reino Unido han sido desestimados como
“tratar de dañar al Reino Unido”, promover “una agenda progre” o “sentir una
gran vergüenza sobre nuestra historia”.
Al mismo tiempo, la economía del Reino Unido es una de las de más lento
crecimiento en el Grupo de los Siete. Hay una “crisis del costo de vida”
(niveles altos en tasas de interés, inflación y precios de energéticos). Un
número histórico de familias usan bancos de alimentos y uno de cada cinco
británicos vive en la pobreza.
Este es el momento complejo y polarizado al que la ceremonia del sábado
debe tratar de adaptarse. Camila, la reina consorte, no portará en su corona el
diamante Koh-i-Noor, que fue robado de la India durante el dominio británico y
es un símbolo para muchos de hurto colonial; el aceite sagrado será vegano (sin
civeta, almizcle o ámbar gris), y la ceremonia en sí será más breve y menos
fastuosa, con una lista de invitados reducida, que se supone es una señal de
ahorro y conciencia ambiental.
No obstante, esta coronación reducida todavía les costará millones a los contribuyentes británicos; aunque la cantidad exacta no se hará pública sino hasta después del evento, se reporta que rondará los 125 millones de dólares. Para muchos, el simple hecho de que se realice la coronación es señal de un país en negación, aferrado a una grandeza del pasado. Para otros, cualquier concesión al presente es demasiado insoportable.
“Es en particular perturbador que no se le haya solicitado al conde de
Derby que proporcionara halcones, como lo ha hecho su familia desde el siglo
XVI”, escribió Petronella Wyatt, una columnista en The Daily Telegraph, con
aparente seriedad. “Estos pequeños detalles privan a las personas de su
propósito en la vida”.
Es un acto de equilibrio delicado: despilfarrar la cantidad correcta y
estar a la altura de las circunstancias; recortar de más y perder cualquier
poder que tenga la ceremonia. Sin embargo, las coronaciones, como las
monarquías, han tenido que evolucionar durante mucho tiempo.
Para el siglo XVIII, el Reino Unido era una monarquía constitucional en la
que el equilibrio de poder había cambiado de la Corona al Parlamento. En la
convulsión de la primera Revolución industrial y a medida que las monarquías
europeas —incluida la opulenta corte francesa en Versalles— eran derrocadas en
olas de revolución política, ceremonias como las coronaciones se volvieron una
parte integral de la imagen propia de un país que podía incorporar cambios sin
ruptura, que había optado por la evolución en vez de la revolución.
La coronación de Jorge IV en 1821, tras la victoria del Reino Unido en las
guerras napoleónicas, fue una de las más fastuosas en la historia británica, un
intento, en parte, de eclipsar a Napoleón y celebrar la supremacía británica,
pero también un síntoma del despilfarro escandaloso que lo hizo tan impopular.
En 1831, su sucesor, Guillermo IV, tal vez al percibir los ánimos, quiso
suspender la ceremonia de coronación por completo. Al final, cedió ante la
presión de sus consejeros y accedió a celebrar un festejo más sencillo sin
banquete y una procesión más pequeña. Aun así, fue demasiado para algunos.
La coronación de Victoria, la sobrina de Guillermo, en 1838, tras una
crisis financiera transatlántica, se vio restringida hasta el punto de ser
apodada despectivamente como la “coronación del centavo”. Sin embargo, fue
grande en un aspecto importante: se estima que alrededor de 400.000 británicos
presenciaron la procesión de Victoria; además, hubo una feria enorme en Hyde
Park y pirotecnia.
Una ceremonia que siempre había estado reservada para la nobleza comenzó a
hacerse más pública. Para el siglo XX, la lista de invitados incluía a miembros
de las clases media y, después, trabajadora. Para la coronación de Eduardo VII,
en 1902, a los trabajadores se les concedió un día feriado para celebrar el
acontecimiento (todavía lo tienen, este año es el 8 de mayo).
La coronación de Isabel II, en 1953, tras años de racionamiento y austeridad en la posguerra y con el Imperio británico ya en decadencia, trató de proyectar la imagen de un país que todavía era una potencia mundial al invitar a representantes de las colonias y dominios británicos. Sin embargo, para el jubileo de platino el verano pasado, no fue festejada como la cabeza de una potencia global, sino como un símbolo de un sentimiento británico nostálgico y de posguerra que fue invocado con una flota de Mini Coopers retro y un juego de té de media tarde hecho por completo de fieltro. Fue un brillo alegre que, para algunos, solo subrayó la brecha entre la ficción imperial y la realidad que vive el Reino Unido moderno.
Si la coronación del sábado resulta exitosa, para el 9 por ciento de los
británicos a los que, según una encuesta de YouGov, les importa “mucho”, será
otro punto bien zurcido del hilo que une nuestro presente a nuestro pasado.
Para el 64 por ciento al que, según la misma encuesta, no le importa mucho o
nada, el 8 de mayo será, en el mejor de los casos, un día libre muy caro.
Para Carlos III, el sábado es la primera gran prueba para saber si puede
llevar el timón de una monarquía moderna y más austera que sea relevante —o al
menos no objetable— para la mayoría de los británicos. La corona de San Eduardo
pesa poco más de 2 kilogramos. Eso es mucho peso para los hombros de un solo
hombre.
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Jorge E. Zavaleta Alegre Corresponsal en EEUU.
Fuentes de Informacion
The New York Times
DPA Agencia de Alemania.
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