Nos hablaba Hegel del sujeto comunicacional, el ente que le da forma a unos hechos para arrojarnos la construcción de esa realidad y mostrárnosla como quiere que la veamos. Todas las metafísicas definidas con el prefijo “pos” – posestructuralismo, posmodernismo – convertidas en sujetos comunicacionales abominaron de la historia como totalidad, como camino de progreso, para convertirla en elementos fragmentarios enfrentados entre sí y de esta forma dar cobertura filosófica a la irracionalidad de los mercados y a la lucha de los individuos en un darwinismo social que negaba la misma existencia de la sociedad como afirmó Margaret Thatcher en plena ebullición totalitaria del neoliberalismo.
No nos engañemos, la realidad es interpretada, transformada por un pensamiento que nos puede resultar muy hostil si configura una realidad única e irreversible en la cual no podemos ubicarnos como seres autónomos y libres. Es cuando somos pensados por el sistema, en afirmación de Heidegger, lo que conlleva vivir en un estado de interpretado y, por lo tanto, arrastrar una existencia inauténtica, por cuanto nos dicen lo que tenemos que ser. Como sentenciara Sartre: “Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él.”Cuando interpretamos el mundo lo estamos transformando, cuando nos interpretan la realidad nos están transformando a nosotros.
Hoy las mayorías sociales viven en una realidad que no les pertenece, que las culpabiliza de los dramas individuales y colectivos a las que son sometidas, porque, sin instrumentos ideológicos de autodefensa, se ven abocadas a la violencia de unos intereses y unas estructuras sociales que sólo prosperan con su alienación, incertidumbre y pobreza material. Norberto Bobbio advertía que la democracia sólo es posible cuando el ciudadano tiene auténticas alternativas. Sin embargo, los verdaderos poderes económicos y fácticos escapan en la práctica al sistema de decisiones democráticas. La democracia hoy funciona para lo parcial. No para las grandes decisiones que definen el futuro. Es por ello que la izquierda se halla sumida en una confusión teórica; habla poco de metas a largo plazo; tiende a encerrarse en el pragmatismo de lo inmediato.
El pensamiento autoritario se fundamenta en la afirmación de que lo que los conservadores desean es la verdad. En esa cosmovisión unidimensional, que diría Marcuse, coactivamente irreversible, la izquierda, sin pensamiento crítico ni modelo ideológico, se debate en la perplejidad metafísica y política de asumir la adhesión a un sistema que sustantivamente rechaza los valores que deben constituirla. En este contexto, la izquierda se debilita seriamente en su ciega defensa de un orden establecido en el cual se ha transformado en un epifenómeno de adaptación a un régimen político en el que juega un papel cada vez más ancilar. El Estado neoliberal procura la mercantilización de las relaciones humanas, la extensión del mercado a todos los dominios de la vida, la reducción del ciudadano a hombre económico. Para Ulrich Beck el homunculus oeconomicus es un ciborg, un androide, una figura artificial, a medio camino entre la máquina y el hombre que se ha escapado de los “laboratorios frankensteinianos de Wall Street.”
La izquierda actúa sobre una realidad ficticia al objeto de conseguir un propósito imposible: negando los antagonismos sociales pretende captar un centro político inexistente. Un tortuoso camino en el contexto de un proceso como el de la Transición que no fue sino aquella aparente mayoría de los vicios de la política franquista y su afán por perdurar, por trascender en el tiempo más allá de lo que la Historia pudiera apreciar como circunspecto. La razón de Estado galvanizó a la ciudadanía hacia un camino inconcuso en el que las libertades públicas y los derechos cívicos no podían contradecir, afectar ni mucho menos diluir al artefacto franquista de intereses, influencia y poder.
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