Papel de Arbol

lunes, 14 de febrero de 2022

PSICOANALISIS ESTIVAL por Jorge Zavaleta Balarezo, 14 enero 1968.


 

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Psicoanálisis estival

 viernes 24 de agosto de 2018

Cuando llegan las seis de la tarde —esa hora que encierra, juntas, incertidumbre y esperanza—, desde el malecón de Pucusana se observan las ondas marinas, furiosas, en un constante devenir, hambrientas de venganza. Los minutos, a la par, persisten en su paso hasta que el sol —un círculo amarillento, casi rojizo— se esfume, tragado por la tierra, allá en el lejano horizonte, cediendo, aunque de mala gana, su lugar a la tenebrosa oscuridad: símbolo eterno de la noche que todo lo cubre, tratando de comportarse como un bondadoso ogro mitológico.

María surge de pronto, caminando con lentitud. En la playa, las olas remueven las piedrecitas, las cambian de posición, queriendo dar a entender aún más —¿por qué serán tan obstinadas?— su consabida superioridad. Los pasos de ella —intentando detenerse de a pocos— son certeros.

Son pasos que imitan los tiros al blanco, escuchados hasta hace poco: tiros de cazadores practicando antes de sus matanzas, por las tardes. Su piel, a pesar de la oscuridad marina del momento, se advierte bronceada, aunque es blanca de origen. Cubierta por prendas fugaces. Los tiros están dispuestos a herir o matar aves indefensas, inquilinas de ese cielo límpido, un manto con blancos adornos gaseosos. Una blusa crema con botones del mismo color, semiabierta, provocando, sugiriendo. Sonreía. Un pantalón de esos popularmente llamados calientes, un short, azul y desteñido.

Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado. Aturdido.

Él se cruzó con la esbelta figura cuando se aprestaba a bajar las gradas de concreto, camino a la orilla. Si ella fuese como la prenda y quizá más, quizá ardiente, la alegría, visitante oportuna, aumentaría. Allí, ausencia de gentes. Pucusana, la apacible caleta al sur de la metrópoli, tiene más barcos que personas. Ondas y ruidos parecieron tranquilizarse por la soledad presente. La caleta es portadora de una espléndida hospitalidad, con sus restaurantes dispuestos a recibir acalorados, sedientos clientes, y sus casas blancas, con agua para vender en las puertas, dicen traída de muy lejos, nunca de dónde.

Esa noche, desacostumbrada a visitantes así, se preparaba a recibir la exclusiva forma de la damisela de paños llamativos, seductores, fugaces. Eróticos. Él, sin quererlo, empezaba a conocerla. Luego —apenas unos instantes posteriores, deseándolo ahora— a amarla. Una población tranquila. Un lugar acogedor, frecuentado por familias enteras, ávidas de ocio, placer —¡ah!— y diversión —¿qué más podía hacerse?— en la época estival.

Al principio no entendió o no quiso hacerlo, esa enternecedora sonrisa canicular —sí, porque el veintiuno de diciembre estuvo aquí y esta era su secuela—, mostrada por unos dientes blanquísimos, partes de una boca romántica… labios carnosos, rojizos…

Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se detuvo. Alelado. Aturdido. Sus pies se negaban a dar pasos. Su cuerpo, él mismo, no sabía qué hacer, qué decir, qué plantearle o proponerle a esos hermosos ojos incansables.

Se recostó en la arena. Su cuerpo delgado, su blusa enterrada. Con la grava y arena formaba un trío desentonante. Grava y arena, grises y frías. No importaba. También, en el suelo natural, los largos cabellos rubios descansaban. Cerca, un rompeolas dejaba escuchar el ondulante pero sobre todo violento recorrido marino, intentando rendirle a ella un homenaje que aceptaría como otro cumplido —debía estar demasiado acostumbrada—, nada especial —pensaría—, recibido con una fingida indiferencia.

Bajó por fin a tratar de conversarle. Primero la miró. Ella, aunque no lo distinguía, buscaba el horizonte. Las estrellas los acompañaban, tan lejanas y útiles a la vez, sin encapricharse, sencillas, iluminando desde donde estuviesen así sólo vivieran en ilusionadas mentes. Necesitaba hablar con alguien. Él lo advirtió. Para fortuna propia, era el único interlocutor posible en millas… y el más avezado.

Nombre. Dirección. Teléfono. Gustos. Manera no muy excéntrica, suponía, de iniciar una conversación. Tanto para averiguar de una amiga recién hallada, una amante en potencia. Optimismo. Intuía su nombre, su rostro era elocuente. Nombre de virgen, no te equivocaste. Recostada y pensativa, qué pensaría sobre su presencia. Seguro cavilaba en el próximo día, cuando, era una costumbre, ese círculo brillante resurgiese de su exilio y volviera a iluminar el paisaje, a aclarar el pueblo.

Por la mañana, los pescadores irían a encontrarse con el alimento y la mercadería. Irían en sus bolicheras, lanchas carcomidas por el tiempo eterno. En el pueblo, los heladeros buscarían clientes deshidratados. Ahora, sin embargo, era de noche. Las luces se mostraban muy pálidas y ella seguía echada en el borde, en las orillas veraniegas casi tibias, sintiendo la brisa y balbuceando, al comienzo, algo, queriendo dar a conocer tantas cosas que, de pronto, tenía metidas en la cabeza.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla.

Se despojó de su blusa. En pantalón corto y la parte superior del bikini entró al mar. Estaría gélido a esa hora. Ella extrañaría al sol pero se conformaría con mojarse, remojarse en esas aguas abandonadas al momento por el calor. Ella se bañaba y riendo salpicaba espuma: luego empezaron sus carcajadas. Él quiso unírsele. Sentía ese éxtasis, como en la película de Hedy Lamarr, tanto como la mujer que seguía internándose entre las olas a manera de móviles arenales. La ropa no se despegaba de su cuerpo. Le privaba de la tentación. Mejor, de la acción.

Escuchaba su risa, similar a la de una histérica, no sabía por qué, y recordaba la conversación de antes. Su nombre, su apellido. Él se presentó. Luego ella, con entusiasmo. Muy cerca, a pocos metros de ellos, se divisaba la isla de rocas negras, una especie de pequeño acantilado. Hablaron de pintores flamencos, de El año pasado en Marienbad en cine club, de Thomas Mann, de la literatura que él estudiaba en la universidad. La convenció para llevarla a almorzar. Se refirió al siguiente campeonato de vóley, al teatro en la ciudad. ¿Y la urbe? ¿Cómo estaría? Más allá de vomitar humo, uno de sus goces inevitables, otros hechos estarían ocurriendo. Los autos iban hacia ella, por la vieja carretera, a contaminarla con sus tubos de escape y anunciando su llegada con el infernal chirrido de relucientes llantas.

María dijo me voy y sus brazadas, tan ágiles y sorprendentes, la alejaron de él, de su vista, y la contagiaron de mar, de agua salada, de infinitud. Trató de ubicarla. Era tarde. La inmensa oscuridad del cielo impedía cualquier pesquisa. Se perdió con rapidez entre las olas o desapareció tras las rocas negras. Esperó quince minutos y no la veía. Se impacientó. Transcurrió un rato, largo, nervioso. La madrugada reemplazaba a la noche y él se decidió a investigar.

Dónde estarían los largos cabellos rubios. Dónde las piernas bronceadas a plenitud y exhibidas en secreto. Dónde la mujer dichosa y sonriente. Tenía esperanzas de poder encontrar su figura, escuchar otra vez su voz, ver su cuerpo entero y plácido. Se zambulló en el agua y nadó hacia la isla. Unas cuantas algas y otros tantos erizos fastidiaban el recorrido. Buceó un poco. No estaba por allí. Quiso ser un submarino para explorar las profundidades a ver si la ubicaba flotando entre el reino de lo desconocido.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla. Tomó sus prendas que evidenciaron fidelidad mientras su dueño luchaba entre los límites marinos.

Se encaminó al pueblo. Pucusana debería estar durmiendo. Qué hora sería. Ya el tiempo no importaba, nunca importa. Era el momento, él con el cuerpo mojado —agotado y friolento— podía sentirlo, de las brujas que quedaban de primavera y de los mostrencos veraniegos que soltaban sus hechizos, cometían sus travesuras horrorosas tantos días, que, esta noche, la luna, tímida, se negaba a salir, a presentarse entera.

Llegó a su casa. Se acostó, rendido. Los gallos cantaban con sonora insistencia. No cesaban sus llamados a los durmientes, sus afinados coros se convertían en sinfonías prematinales. El sol brillaba otra vez, entró por la ventana con intensidad hiriente, molestando sus ojos, obligándolos a abrirse. Los gallos y el sol, el estío y la naturaleza con su vehemencia le dijeron levántate y estaba incorporándose, dejando, para no perder la costumbre, la cama sin hacer, cuando llamaron a la puerta.

No recordaba mucho de lo ocurrido horas antes. Olvidó sus posibles culpas y su nueva —misteriosa— amistad. Un oficial con revólver al cinto, de esos tipos que usan uniforme y armas para intimidar y nunca lo logran, se presentó y solicitó —él lo dijo así— su identificación.

Pudo rememorarlo. Ella. María, ese nombre flotando en su sueño. El ofrecimiento a almorzar. Febrero era el mes de la canícula por excelencia. El cine club de la ciudad de la torre. Que cuál es su nombre. Era periodista. Que en qué periódico. Las cimbreantes tanguistas disfrutaban, apenas el sol nacía, de su estada en el balneario. No tenía trabajo estable ni pensaba conseguirlo. Algunos caballeros, la mayoría tímidos, miraban a las bellezas desde el malecón. Que qué hacía aquí. A usted no le importa. Unos golpes verbales hábilmente intercambiados. Le tocaba interrogar. Lo haría con gusto. Con suspenso. Con temor. Que qué querían de él. El guardia no mencionó para nada a María y menos a una chica que yacía en el mar, flotando sobre las aguas con la boca abierta, mirando al cielo, esperando ser levantada por ángeles anónimos, quizá hasta pecadores.

Era una simple revisión, un tipo de censo, le dijeron. De la sociedad podía esperarse cualquier acción y más aún de sus fuerzas represivas. Los autos jugaban a perseguirse en las curvas del cerro, mole pétrea indestructible que protege, aunque no está cerca, el poblado. Los niños seguían pensando cómo mejorar sus habilidades arquitectónicas a la par que contemplaban el derrumbe, para ellos una catástrofe, de sus castillos arenosos medievales. Fácil era hacer tortas, no construcciones fortificadas.

Retornaba a su lecho, pero llamaron nuevamente a su puerta. María rubia y fascinante. Y no era (¿o sí?) un fantasma. Con la blusa transparente y húmeda. Riendo, por variar, quizá. Preguntándole si estaba asustado o si se había entristecido. Pidiéndole un refresco. Sonriendo con sus dientes blanquísimos. Decidida a contarle toda su vida. Diciéndole que no tenía nada que hacer. Ofreciendo preparar el almuerzo, la cena: me quedo a dormir si quieres, me portaré bien. Una niña contando cuentos de hadas. Él no comprendía esta situación, su actitud aparente, su modo de ser, su comportamiento, sus complicadas intenciones amorosas impersonales. Cuál era su mundo interior. Trató de ser psicoanalista. Ella, hablaba del mar.

Las personas presentes en la defensa escucharían atentas, quizá hasta estupefactas, aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal implicado, es decir él mismo.

Le dijo chao al dejarlo en una esquina de la avenida Pardo. Mañana te veo. Pasaron los días, las horas, interminables, los minutos angustiosos, los segundos como valiosas gotas de un antídoto vital. Pasaron las semanas, los meses. Un año. Le salían canas, ficticias, y su espera se prolongaba infinita, misteriosamente. ¿De veras se ahogaría en el mar aquella noche? Qué sería de ella. El auto con la placa de rodaje (LOVE8$) circulando por la tierra. Ella y sus ojos llamativos, guiñándole, permanente en sus sesiones oníricas, en sus despertares sudorosos.

Compró un diario. Leyó la página cultural. Confirmó sus sospechas. Esa tarde, la señorita María… sustentaría su tesis para optar el grado de doctora en psicología en la universidad urbana. No continuó las líneas.

Imaginaba el resto. Una estudiante, futura psicoanalista, conoce a un hombre e intenta examinarlo con extrema suspicacia. Ella corre al mar, se esconde. El paciente, ignorante de que es tal, no la sigue y la deja ir. Ella aparecerá en su casa y averiguará, por testimonio personal e inconsciente, todo cuanto necesita saber de él, un falso amigo, un falso amante. Anotó la dirección del auditorio. Se interrogó sobre su próximo paso. Las personas presentes en la defensa escucharían atentas, quizá hasta estupefactas, aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal implicado, es decir él mismo. El jurado pensaría en el paciente. En el armario del dormitorio encontró el revólver, igual que en las películas. Lo limpió, lo introdujo en una bolsa de plástico, luego en el bolsillo interior de la chaqueta. Salió rumbo a la universidad. En el camino, mientras el auto patinaba en la autopista Ventura, se descerrajó, con violencia, un tiro en la sien, segundos después de pensar en lo imposible. En ella. En María.




viernes, 11 de febrero de 2022

LA RESURRECCION DEL BOLERO

 

Jorge Zavaleta Alegre. Ciudad Benito Juarez/Mexico.
TIME. Fue en el año 1883 que la música cubana experimentaba una revolución total. Con influencias occidentales originadas en Europa y mezclados con ritmos africanos se originaba la llamada canción criolla. 

Todo lo mencionado, unido al auge que en ese entonces mantenía la trova, dio origen a un género que ha prevalecido hasta nuestros días: “el bolero latinoamericano”, que se canta desde México hasta el sur de Argentina. 

José Sánchez, músico cubano, nacido un 19 de marzo de 1856, a temprana edad destacó por su maestría en la guitarra. Y su voz era una cuerda de barítono, interpretaba grandes melodías. Fue considerado como el "padre de la canción del trovador". 

Sin embargo, la historia le identifica más como el creador del bolero latinoamericano, como tal, habría de crear un género que rompió paradigmas en México y toda América Latina, impactando, incluso, el mercado estadounidense. 

En la recta final del siglo XIX el género de trova cobró fama e impulso en la isla. Sin embargo, la llegada de más ritmos y géneros de corte europeo y africano fue mezclándose con la cultura local, a esto se le llamó neo romanticismo popular cubano. 

Tristeza: Fue el primer bolero de la historia. Como todo músico, el sentimiento que un hombre desarrolla hacia la mujer y viceversa, el que una mujer desarrolla al hombre, fue motivo de innumerables composiciones por Pepe Sánchez. 

Indudablemente la pieza que marcó su existencia fue: "Me entristeces, mujer" compuesta en 1883. Al momento de registrarla, ya existía otro tema con ese nombre por lo que en el momento decidió nombrarla "Tristeza". 

Sindo Garay, otro gran músico cubano, se encargaría de llevarlo a La Habana. Luego, a través de los barcos que circundaban el Caribe, pasó a México y a Puerto Rico, países que lo consolidaron. 

El bolero surgió del eco melodioso de un canto triste entre el viento y la palmera, en el corazón desolado de un cubano. Un invento que decidió la suerte del bolero fue el nacimiento de la radio, en la década de 1920. 

Son, precisamente, dos mexicanos los que se encargaron de darle este impulso definitivo: Guty Cárdenas introduce a Ciudad de México el bolero yucateco y Agustín Lara crea el bolero urbano, en los prostíbulos y bares de los barrios de ciudad de México. 

Mientras tanto, Pedro Flores y Rafael Hernández crean, en Nueva York, la escuela del bolero puertorriqueño. Durante 20 años, con programas en directo por las diferentes y recientes emisoras fundadas en todo el continente, el ritmo más escuchado, desde México hasta la Patagonia, fue el bolero. 

La emisora que marcó una pauta fue la mexicana XEW, donde los primeros cantantes, diariamente, y en forma directa, entonaban sus boleros, entre ellos Agustín Lara.

El cine mexicano, de gran influencia a partir de 1940 en toda América Latina, fue un excelente multiplicador de este género musical. Jorge Negrete, Pedro Infante, Javier Solsí, Pedro Vargas y hasta el mismo Agustín Lara se encargaron de popularizar el bolero, a través del cine. 

No hubo película mexicana, de esta época, en donde además del mariachi no se escuchara siquiera un bolero. Ya en 1950, con la llegada de la televisión, surge, para el bolero, un nuevo aliado. Esta es la década de su madurez. 

El bolero en Colombia. La primera emisora fundada en el país fue “La Voz de Barranquilla”, por Elías Pellet Buitrago, 1929. La segunda surgió en Bogotá, la HKE, el 1 de mayo de 1930, a instancias de Gustavo Uribe. 

Al mes siguiente se inauguró en Tunja “Radio Boyacá”… Alfonso de la Espriella, en su libro “Historia de la música colombiana a través del bolero”, asegura que Daniel Lemaitre Tono, su abuelo, compuso el primer bolero colombiano “Dime niña de ojos verdes”. 

Otro erudito del tema Jaime Rico Salazar, de Anserma (Caldas), el hombre que más sabe del bolero en el mundo al decir de Armando Manzanero, sostiene que este bolero de Lemaitre era al estilo español y que por ningún lado se conoce la partitura original. 

Dice Rico Salazar que el primer bolero colombiano fue “Te amo”, de Jorge Añez A., el que grabó en Nueva York con Tito Guizar, en el Sello Durium, en 1928. 

Decadencia del bolero. Cristóbal Díaz Ayala sostiene, con razón, que el otoño del bolero empezó a finales de 1950, pues estaba cogiendo mala fama. “Se le acusaba de ser el agente productor de millones y millones de matrimonios, violaciones, raptos y, a su vez, de divorcios, adulterios y, por supuesto, de millones y millones de niños. 

Después de terminada la Segunda Guerra Mundial, América Latina empezó a perder su aislamiento del resto del mundo. Y llegaron ritmos que, gracias al imperialismo cultural de la época y a la gran publicidad, calaron entre la gente.

Los Beatles, el rock, la balada, en la década del sesenta, trataron de aniquilar esta versión romántica del amor y de la vida. La balada, que se bailaba en forma separada, ocupó un lugar de avanzada especialmente entre la juventud. 

Además, la libertad sexual, ocasionada sobre todo por la aparición de la píldora, permitió enamorar sin la música, sin las serenatas, sin el abrazo, sin los susurros. Ya el baile del bolero había pasado de moda y no tenía un ambiente propicio ni era una necesidad para el escarceo amoroso. 

Renacer. Pero ha sido imposible acabarlo. Los amantes, inevitablemente, se miran a los ojos cuando suena un bello bolero. Pero hubo un compositor que le dio un nuevo impulso al bolero: Armando Manzanero. Con las celebraciones del primer centenario del nacimiento del bolero, que tuvo lugar en todos los países de América Latina, en 1985, con la realización de foros, tertulias, conferencias y festivales, surgió, casi de las cenizas, el bolero. 

Por eso, los nuevos cantantes, como Luis Miguel, recurren a él para conquistar, de nuevo, a la juventud. Y así, de esta forma, el bolero se ha remozado. 

Vamos al Perú. ¿Qué es el bolero?. David Flores Vásquez, director de La Lira Huaylina y abogado especializado en Turismo, tiene el mérito de mostrar que su tierra natal Huaylas es el paisaje más atractivo del universo. 

Definir el bolero es casi tratar de definir la poesía y la música. El bolero es música, poesía, sentimiento y razón. Y si alguien dijo alguna vez que el tango es un sentimiento triste que se baila, nosotros afirmamos que el bolero se baila con sentimiento, se escucha con nostalgia y se bebe con alegría. Porque cada quien tiene su bolero para bailarlo, escribirlo, cantarlo o dedicarlo.

Entre el beso y la ausencia, entre el abrazo y el amor perdido, entre el recuerdo y el olvido, están escritos, bailados y cantados todos los boleros. La intimidad y el adiós se parecen a un bolero. 

Toda poesía de amor es un bolero que se escribe entre los rumores del recuerdo, de la lejanía y del deseo. Aquél que ha amado es un compositor,

Sigue presente en la memoria el concierto que ofrecieron en La Habana los jóvenes para recibir la visita de rectores de 25 universidades del Perú y a los periodistas  de Cambio16 y Diario16.

La segunda oportunidad, fue el concierto del grupo mexicano Los Panchos, después de su concierto en el teatro de Trujillo, ofrecieron una serenata a la madre de Carlos Smith, empresario reconocido por su sensibilidad con la cultura. 

Un breve repaso por la música latinoamericana del siglo pasado (y lo que va de éste) ofrece un panorama en el que la tensión entre reacción y vanguardias es particularmente urticante. 

Porque, ¿en qué consistiría la música latinoamericana? 
¿Basta con referirse a compositores nacidos en el territorio que se extiende desde el norte de México hasta la Patagonia?

¿O, independientemente de ese marco, existe algún tipo de criterio estético que permite individualizar algún tipo de corriente musical homogénea a la que sería posible unirle el adjetivo “latinoamericana”? 

En principio, la referencia Latinoamérica como un todo es imposible sin un previo análisis de cada una de sus partes, sin una consideración de los complejos entramados musicales (y culturales, en un sentido amplio) de las naciones que la integran. 

Así, el panteón de los “genios de la música universal” condena a los músicos de la periferia a convertirse en “la expresión musical de su tierra”. 

 En cualquier caso, la música latinoamericana, sea ella lo que fuere, no implica necesariamente que los compositores deban recurrir a la estilización de materiales del folclore de su tierra. La tecnología al parecer no es suficiente para romper las islas de incomunicación. El lenguaje musical, con sus múltiples partituras, se extiende por el mundo para buscar la paz, la amistad, la oportunidad de vivir mejor para todos. 

Muchos fuimos flechados por los boleros de Los Panchos. Voy a reseñar acá algo de lo que sobre el particular conozco o he vivido, pues tuve la fortuna de que mi Juventud aflorara, precisamente, a los acordes de los boleros inolvidables de Los Panchos, de manera que será más fácil que todos me comprendan. Insertaré acá algunas cosas ocurridas, que conviene recordar, pues el tiempo las va borrando. 

“Los Panchos de Caraz”, según David Flores, actual director de la Lira Huaylina, recuerda que la Región de Ancash, tuvo sus “Panchos”. En efecto, Caraz, capital de la provincia de Huaylas. Esta provincia ha producido pintores, escultores y músicos excelentes. 

Encantó saber que ellos en una oportunidad se agruparon y conformaron una Asociación que denominaron “Poliartes” que ahora, lamentablemente, ya no existe. Antonio Meneses Pajuelo, o simplemente Tuco Meneses que, frente a los demás integrantes, era sumamente joven. 

Si Alfredo Gil hubiera conocido a Tuco Meneses, se habría puesto celoso por su maestría en la ejecución de la guitarra e imitación perfecta de la primera guitarra de Los Panchos. Tuco se unió a dos condiscípulos de nuestra clase: Arturo Alba Avila, “Pecho Alba” y Luis Castro Terry, el popular “Loro Castro” y conformaron el recordado Trío Los Panchos que deleitó a todos, tanto que, a veces, actuaron hasta en circos que llegaban a la localidad. 

Los Panchos y la música peruana: Artistas de la categoría de Los Panchos incorporaron en su repertorio canciones de muchos lugares en donde llegaron a actuar. Estimo que por dos razones: La primera por congraciarse con la gente lugareña y la segunda por la calidad de la música. 

 En el caso del Perú creo que por las dos cosas, pero especialmente por lo segundo. Me vienen a la mente en este momento solo dos vals peruanos que ellos ejecutaron magistralmente: “Engañada” y “Desvarío”. El primero es por demás conocido y empieza con “No creas que si tu alejas yo voy a llorar…..”. Y, para que se acuerden del segundo, van solo las dos primeras líneas: “Qué pena me da mirarte cuando te miro, hay…. qué pena me da saber lo que has perdido….” 

Quizá es la más difícil pregunta con que uno se encuentra. Y, seguramente, nunca habrá respuesta satisfactoria para todos. Mejor. En cuanto a mí corresponde, me gusta mucho “Sin un amor”, pero no puedo dejar nunca de lado “Flor de Azalea”. Después de todo, el problema está solo en empezar. Luego sigue un verdadero popurrí inacabable que, incluso, puede trasladarnos hasta el Japón en donde actuaron Los Panchos, con kimono incluido. 

Vale reconocer, con explicable rubor, que en nuestro momento nos esmeramos en imitar aun cuando lejanamente a la guitarra de Los Panchos que, parece, le dio una especial característica al Trío. Nuestros afanes juveniles se complicaban si mediaba la petición o sugerencia de alguien a quien queríamos halagar de alguna manera. 


 Nota del Editor. Gracias a los aportes de David Flores Vásquez, Luis Flores Vásquez (desde la ciudad de Huaylas), Marco Escudero (Arequipa), Donato Garay, Haydee Cortez, Lucy Carrasco, Nelly Martinez.  Cesar Ames Ángeles y Cesar Villanueva, Celso Espinoza, Joel Moreno, Lolo Meléndez,  Quimi Lara  (Brasil).  Alicia Bravo-Lucio Pinedo, directores de la Revista de Ancash…y todos los compañeros que integran Los Halcones Negros egresados del centenario colegio 2 de Mayo de Caraz, capital de la provincia de Huaylas.

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