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viernes, 1 de abril de 2016

CUANDO EL PADRE ENTRÓ EN RAZÓN

ESTADOS UNIDOSA
Francisco Carranza Romero
Profesor de la Universidad de Corea del Sur

Una mañana con los primeros rayos del sol: clara y fresca. Una mañana que se parecía a otras que habían pasado.

El hijo joven toca la puerta de la habitación paterna para avisar. Lleva el bulto amarrado en la espalda, las sandalias bien amarradas a los pies porque el viaje será a pie.
-Papá, te aviso que voy a salir de viaje.

El padre abre la puerta, ve a su hijo preparado para el viaje, entra en cólera porque antes no había sido comunicado sobre este viaje.

-¿Así que sales de viaje? Pues, te digo que no. ¡No!
-Perdón, papá, ya decidí y preparé este viaje. –Cargado de valor continúa-. No hubo oportunidad, papá, para avisarte porque siempre estabas muy ocupado con tus asuntos. Perdón, papá; por favor, déjame hacer este viaje –da unos pasos hacia afuera cuando siente atrás los pasos de su enfurecido padre dispuesto a castigarlo.

El joven acelera los pasos, sale de la casa, baja presuroso unos escalones, cruza la calle polvorienta y entra en una casita de madera frente a la casa grande.

-¡Sal de ahí! ¡Te ordeno que salgas! ¡Si no sales voy a quemar la casa!
Grito autoritario y amenazador que provoca el escándalo. Mucha gente curiosa se congrega en el lugar. El airado padre, espera con las manos en la cintura, luego entra a la casa y sale con una tea dispuesto a cumplir su amenaza. La gente curiosa, en vez de asustarse, también entra en la casita de madera. Los que ya no pueden ingresar se agolpan en la puerta que ya no puede cerrarse. Forman un muro humano de solidaridad con el joven.

Ante esta inesperada circunstancia el padre se queda estático, con los ojos perdidos y en silencio por unos minutos. Parece que recién entra en razón y comprende: Es verdad, mi hijo no es mi propiedad. Aunque yo le señale el camino, no puedo caminar su camino; él mismo tiene que hacer su camino. Tampoco puedo sentir sus dolores, alegrías, tristezas, dudas... No puedo soñar su sueño.

Al final, el padre tembloroso se siente avergonzado ante tantas miradas que se dirigen a él con respeto y compasión. Suelta la tea al piso terroso donde ya no llamea sino humea. Aspira lenta y profundamente el aire fresco; luego exhala también despacio.

La gente se mantiene expectante observando los cambios en el rostro y en la actitud del padre, hasta que escucha la voz más serena.

-Hijo, da gracias a la gente que te ha salvado de mi ira. Vive por el pueblo que te quiere mucho. –Su voz delata que está muy emocionado.

-Ustedes –se dirige con la mano derecha abierta a la masa humana-: ayuden y orienten a mi hijo para que se realice como un hombre bueno… -se le corta voz. Se voltea, entra presuroso a su casa. No quiere llorar delante de la gente.

Pasa horas encerrado en su mansión hasta que se calma y se da cuenta que afuera reina el silencio. Cuidadosamente abre la puerta y ve que ya es el mediodía. Nadie está en la casita del enfrente ni en la calle.

Hijo, qué suerte que tienes, la gente te quiere como a un hermano, como a un hijo. Yo nunca me rebelé; por eso, quizás, no caminé más lejos. ¿A dónde vas? ¿Cuándo volverás? No te pregunté. Hijo, que tengas buen viaje. Te bendigo donde quiera que estés caminando. Que tu difunta madre te acompañe.

Llegó el viento fresco con un gorrión que aleteaba feliz. Ambos le dijeron: Lluta piñakuyqa piqata shunquta yaqatsin. Es verdad. La ira descontrolada altera la cabeza y el corazón. Ya estaba sereno, por eso entendía el mensaje del viento y el gorrión.

El padre, realmente, no ha perdido la pelea con su hijo. Ha ganado un hijo que hace uso de su libertad como a él le hubiera gustado hacerlo siquiera una vez.

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