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miércoles, 11 de julio de 2018

Tan lejos de dios y tan cerca de EEUU






México con 120 millones de personas, afronta desde este primer día de Julio una nueva era. Un desafío que trasciende a abrir la puerta del poder a la izquierda. Después de 71 años, México exige un cambio de régimen tras dos décadas de alternancia entre los partidos tradicionales, el conservador PAN y el progresista PRD.
  Jorge Zavaleta    11 julio, 2018 0 128   5 minutos de lectura

México, es una tierra tan lejos de Dios y tan cerca de los EEUU, en palabras atribuidas  al general Porfirio Díaz, quien gobernó el país  durante más de 30 años, palabras que  Carlos Fuentes, autor del libro “Gringo Viejo”, menciona también esta melancólica frase.

Andrés Manuel López Obrador, el 1 de julio fue elegido presidente elegido y asumirá funciones el 1 de diciembre del 2018.   Según el editor  de Tandilnews de Argentina, México es país azotado por el narcotráfico y la delincuencia. Territorios tomados en manos de los narcos, una clase política que acuerda con los delincuentes y con estructuras políticas de antaño. El PRI (Partido Revolucionario Institucional) estuvo más de siete décadas en el poder hasta el año 2000. En ese año la sociedad eligió votar algo distinto y devino en Vicente Fox, del PAN (Partido Acción Nacional) que con el paso del tiempo,  los gobernantes se sumergieron en una ola de corrupción sin precedentes en el país azteca.

México es el país de habla hispana más grande del planeta, con la mayor diáspora de su población y  con una economía que es la segunda de América Latina. Los mexicanos tienen visible presencia en California, Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada y Colorado, considerando que estos territorios alguna vez pertenecieron a México. También  en Florida, Georgia, Illinois, Nueva York, Oklahoma, Oregón, Idaho, Ohio y Washington.

Morena, el partido de López Obrador, gobernará también la Ciudad de México y obtiene el poder en varias gobernaciones. A los 64 años, el líder de Morena promete una transformación a la altura de la Independencia, la Reforma y la Revolución.

Los países que son vecinos y  más que por fronteras físicas y políticas, están separados por diferencias sociales, económicas y psíquicas muy profundas.

En los años sesenta, del  siglo pasado, por ejemplo  los pobladores  de Benito Juárez   y de El Paso, mantenían una relación relativamente pacífica. Los obreros para los campos texanos, cruzaban la frontera muy temprano, y retornaban por la misma ruta después de cosechar  manzanas,  uvas, sandías y otros frutos para los mercados del Norte. En  tanto, los norteamericanos  cruzaban el mismo puente  del Rio Bravo, para divertirse los fines de semana, cantando  y bailando rancheras y corridos, bebiendo tequila, en mercados  de artesanía mexicana.

Esas diferencias saltan a la vista, y una mirada superficial podría reducirlas a la conocida oposición entre desarrollo y subdesarrollo, riqueza y pobreza, poderío y debilidad, dominación y dependencia.  Desde que los mexicanos comenzaron a tener conciencia de identidad nacional, a mediados del siglo XVIII, se interesaron en sus vecinos.

En suma, la historia de ambos países es la de un mutuo y pertinaz engaño, generalmente —aunque no siempre— involuntario. Una mirada más amplia, la oposición entre México y los Estados Unidos pertenece a la dualidad Norte/Sur, remarcan Octavio Paz y Carlos  Fuentes en su frondosa producción literaria.

La gran oposición de la América precolombina —en el territorio que ahora ocupan Canadá, Estados Unidos y México— no fue, como en el Antiguo Mundo, entre civilizaciones distintas, sino entre modos de vida diferentes: nómadas y sedentarios, cazadores y agricultores.

Esta división tuvo una gran influencia en el desarrollo posterior de los Estados Unidos y de México. Las diferencias entre los españoles e ingleses que fundaron Nueva Inglaterra y Nueva España no eran menos acusadas y decisivas que las que separaban a los nómadas de los sedentarios.

Independientemente de su modo de vida, los españoles y los ingleses compartían los mismos principios y la misma cultura intelectual y técnica. Sin embargo, la oposición entre ellos era tan profunda, aunque de otro género, como la que dividía a un azteca de un iroqués.

España realizó su precaria unidad política, no nacional, a través de alianzas dinásticas. Su historia y la de sus antiguas colonias, desde el siglo XVI, es la de  ambiguas relaciones —atracción y repulsión— con la edad moderna.

Conquista y evangelización: estas dos palabras, profundamente españolas y católicas, son también profundamente musulmanas. Los dominios españoles nunca fueron realmente colonias, en el sentido tradicional de esta palabra: Nueva España y Perú fueron virreinatos, reinos súbditos de la Corona de Castilla como los otros reinos españoles.

En cambio, los establecimientos ingleses en Nueva Inglaterra y en otras partes fueron colonias en la acepción clásica del término, es decir, comunidades instaladas en un territorio extraño y que conservan sus lazos culturales, religiosos y políticos con la madre patria.

Esta diferencia de actitudes se combinó con la diferencia de condiciones culturales que encontraron los ingleses y españoles: indios nómadas y sedentarios, sociedades primitivas y sociedades urbanas.

La política española frente a los indios tuvo una doble consecuencia: por una parte, al reducirlos a la servidumbre, se convirtieron en una mano de obra barata y fueron la base de la sociedad jerárquica novo-hispana; por la otra, cristianizados, sobrevivieron lo mismo a las epidemias que a la servidumbre y fueron una parte constitutiva de la futura nación mexicana.

El cristianismo que trajeron a México los españoles era el catolicismo sincretista romano que había asimilado a los dioses paganos, convirtiéndolos en santos y diablos. El fenómeno se repitió en México: los ídolos fueron bautizados y en el catolicismo popular mexicano están presentes, apenas recubiertos por una película de cristianismo, las antiguas creencias y divinidades.

Lo indio impregna no sólo la religión popular de México sino la vida entera de los mexicanos: la familia, el amor, la amistad, las actitudes ante el padre y la madre, las leyendas populares, las formas de la cortesía y la convivencia, la cocina, la imagen de la autoridad y el poder político, la visión de la muerte y el sexo, el trabajo y la fiesta. México es el país más español de América Latina; al mismo tiempo, es el más indio.

La civilización mesoamericana murió de muerte violenta pero México es México gracias a la presencia india. Aunque la lengua y la religión, las instituciones políticas y la cultura del país son occidentales, hay una vertiente de México que mira hacia otro lado: el lado indio.

México, en la literatura más selecta, es  un pueblo entre dos civilizaciones y entre dos pasados. En los Estados Unidos no aparece la dimensión india. Ésta es, a mi juicio, la diferencia mayor entre los dos países. Los indios que no fueron exterminados fueron recluidos en las «reservations».

La memoria histórica de los norteamericanos no es americana sino europea. De ahí que una de las direcciones más poderosas y persistentes de la literatura norteamericana, de Whitman a William Carlos William y de Melville a Faulkner, haya sido la búsqueda (o la invención) de raíces americanas. Voluntad de encarnación, obsesión por arraigar en la tierra americana: a este impulso le debemos algunas de las obras centrales de la época moderna.

Gran tarea para López  Labrador  y Morena, su partido, en un México, cuya capital, fue levantada sobre las ruinas de México-Tenochtitlán, la ciudad azteca, que a su vez fue levantada a semejanza de Tula, la ciudad tolteca, construida a semejanza de Teotihuacán, la primera gran ciudad del continente americano.

Esta continuidad de dos milenios está presente en cada mexicano. No importa que esa presencia sea casi siempre inconsciente y que asuma las formas ingenuas de la leyenda y aun de la superstición. No es un conocimiento sino una vivencia. La presencia de lo indio significa que una de las facetas de la cultura mexicana no es occidental, remarcan numerosas voces académicas y populares del México de la Opera de Frida y Diego, que baila en su Teatro de Bellas Artes, en el mero centro de la Ciudad o en los barrios más olvidados, detrás de los cerros de Acapulco, que mi máquina fotografió para ilustrar mis primeras crónicas de periodista latinoamericano.

 EtiquetasJorge Zavaleta Mexico
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Jorge Zavaleta
Es Periodista, Licenciado en Ciencias Sociales y Filosofía. Co-fundador de Gestión, primer diario de economía y negocios del Perú. Oficial de prensa del BID, autor de cinco libros sobre America Latina y ahora, Corresponsal del Diario16 de Madrid, desde Washington y Lima.
papeldearbol@gmail.com

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