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lunes, 2 de abril de 2018

TUMBA del RELAMPAGO, Por Jorge Zavaleta Alegre, Diario16, Madrid





Manuel Scorza, uno de los narradores más destacados del Perú escribió La Tumba del  Relámpago, novela en la cual Genero Ledesma  Izquieta habla  de las luchas sociales en los andes centrales  de América Latina. GLI, acaba de morir a los 86 años de edad,  el  1 de Abril del 2018, dejando una hermosa lección de vida en la lucha por los derechos  de los mineros.

Origen de los cataclismos que amenazaron con rajar el mundo. Este es el título de un capítulo de una novela de  Manuel  Scorza, en la cual habla  del  sueño  y la obra  del movimiento  Obrero, Campesino y Juventudes del  Perú.

Primero vio vientos que se contradecían. Las montañas seguían inmóviles. Pero los vientos se contradecían. Por el movimiento de los árboles se percató de que no eran ordinarios. «El aire sopla en una sola dirección». 

Estos vientos iban y venían hacia todos los horizontes. Una mitad de los bosques doblados por los vendavales se torció hacia Occidente. La otra hacia Oriente. Y, lo más absurdo, las hojas de los árboles que no castigaban los vientos de Oriente u Occidente, caían hacia arriba. 

La lluvia también cambió de dirección. «Llueve de la tierra al cielo». Entonces, la multitud advirtió algo. Hasta ese instante entregado a pacíficos negocios el gentío de la plaza examinaba, regateaba, trocaba, disputaba la mercadería de una Feria Dominical concurrida. El sopor del mediodía se rajó. Acometida de pánico, la multitud se lanzó a correr. 

Entonces el suelo empezó a ondular como si alguien avanzara serpenteando bajo la tierra. «Sólo el dios Kolliriqui es capaz de caminar cinco años bajo tierra. No puede ser él. Debe ser un terremoto». Pero el cataclismo crecía con demasiado cálculo, como para serlo. 

En los cuatro rincones del mundo, la tierra temblaba, ondulaba, con la misma velocidad. En eso el cataclismo se detuvo. Y escuchó el jadeo que salía clarísimo debajo de la tierra. No uno: seis jadeos. Observó que los ojos de la cabeza miraban hacia las esquinas donde el resto del cuerpo, despedazado, comenzaba a juntarse. 

Y comprendió que era Inkari2, el disperso cuerpo del dios Inkari que se reunía bajo las entrañas de las cordilleras que ahora volvían al cataclismo. Montañas colosales se elevaban, se abajaban, cerraban planicies, cegaban precipicios, grandes ríos, despellejaban llanuras, tapiaban ríos, cataratas. «El fin del mundo será», se aterró. 

«¿O el comienzo verdadero?». Jadeando más todavía, resoplando, los brazos y piernas, el vientre, el pecho desgajados del cuerpo de Inkari, se abrían paso, reptaban hacia la cabeza que en el centro parpadeaba ahora con furor, con alegría, con nuevo furor, como ordenando, como aceptando. ¡Inkari volvía! ¡Inkari cumplía su promesa! En vano los extranjeros lo habían decapitado, destazado3 su cuerpo, enterrado sus restos en los extremos del universo. Bajo la tierra, el cuerpo de Inkari había seguido creciendo, juntándose, con los siglos. ¡Y ahora, por fin, se reunía! «Cuando mis hijos sean capaces de enfrentarse a los extranjeros, entonces mi cuerpo divino se juntará y saldrá de la tierra para el combate final», había anunciado Inkari. ¡Se cumplía!

Maravilla espantado, el tusino Remigio Villena contempló el prodigio tejido en uno de los ponchos de doña Añada. Infinidad de veces, había admirado en ese poncho, la escena inmóvil del descuartizamiento de Inkari. ¡Ahora, por primera vez, veía! El poncho cobraba vida ante sus ojos. En el tejido, Inkari juntaba sus miembros, salía triunfante de la tierra. ¿Era llegado el momento?

Esa noche de agosto, a los 39 años de su edad, el ganadero de Tusi, Remigio Villena, comprobó que doña Añada, la ciega de Yanacocha, se había confundido. En la desesperación de su ceguera, creyendo tejer el pasado había tejido el porvenir. No pudiendo avanzar bajo la luz, por el Mundo de Afuera, la ciega había viajado por el Mundo de Adentro. Y en alguna andanza, llegada a alguna encrucijada, doña Añada se había extraviado. Y sin saberlo, había recordado lo que todavía no había sucedido. 

Esto amedrentaba a Remigio Villena. ¡La ciega de Yanacocha no había tejido el pasado, sino el futuro! Comerciando ganado, Remigio Villena, había visitado Yanacocha. Sólo años después supo que, mientras él negociaba, la ciega había sido expulsada de la casa de un principal de Yanahuanca, sirviendo en cuya cocina había gastado la vida. En su desamparo, la ciega recordó su aldea natal y retornó. 

Los comuneros de Yanacocha acogieron su desgracia: la autorizaron a vivir en la casita abandonada que se distinguía desde la loma Escapata. Agradecida, ella prometió tejer la historia del pueblo. Poco después, las autoridades de Yanacocha comenzaron a recibir sus muestras de gratitud: desconcertantes productos -supusieron, apiadados- del desvarío de una invidente que confundía todo sin remedio. Por esos años se rebelaron contra los grandes propietarios que usurpaban sus tierras. 

El reclamo terminó en una masacre. Uno de los sobrevivientes recordó después haber antevisto6, en sueños, la carnicería. Luego recordó mejor. ¡No había asistido a la masacre en sueños sino en uno de los ponchos tramados por doña Añada! Nadie creyó al alucinado. Pero cuando las fiebres lo perdonaron, el sobreviviente viajó a Racre. 

Deslumbrado, estupefacto, comprobó que en el poncho -¡tejido cinco años antes!- la ciega había descrito la sublevación y la masacre. Tan minuciosamente que el sobreviviente reconoció hasta los mofletes del Capitán que había comandado el crimen. En el tejido constaban los rostros de todas las víctimas. 

¡Si alguien se hubiera percatado antes del inestimable valor de los ponchos! Las autoridades del pueblo ordenaron recolectar todos los tejidos de la ciega. Sólo consiguieron recuperar cuatro. Volvieron a espantarse: en dos reconocieron escenas ocurridas después de la muerte de doña Añada; los otros mostraban escenas que nhttp://diario16.com/la-tumba-relampago/adie logró descifrar.

¿Era llegado el momento?

Todo el día, sin moverse para nada, siguió observando los cataclismos que estremecían el poncho. A medida que la luz declinaba, Remigio Villena vio debilitarse el tejido: los colores eran menos intensos. Hacia el atardecer, el cuerpo de Inkari regresó a la tierra, sus miembros volvieron a separarse y a dispersarse bajo las colinas, los ríos, los enormes bosques. Y la cabeza, sola de nuevo, cerró los ojos.







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