Una mañana con los primeros rayos del sol: clara y fresca. Una mañana que se parecía a otras que habían pasado.
El hijo joven toca la
puerta de la habitación paterna para avisar. Lleva el bulto amarrado en la
espalda, las sandalias bien amarradas a los pies porque el viaje será a pie.
-Papá, te aviso que voy
a salir de viaje.
El padre abre la
puerta, ve a su hijo preparado para el viaje, entra en cólera porque antes no
había sido comunicado sobre este viaje.
-¿Así que sales de viaje? Pues, te digo que no. ¡No!
-Perdón, papá, ya
decidí y preparé este viaje. –Cargado de valor continúa-. No hubo oportunidad,
papá, para avisarte porque siempre estabas muy ocupado con tus asuntos. Perdón,
papá; por favor, déjame hacer este viaje –da unos pasos hacia afuera cuando siente
atrás los pasos de su enfurecido padre dispuesto a castigarlo.
El joven acelera los
pasos, sale de la casa, baja presuroso unos escalones, cruza la calle polvorienta
y entra en una casita de madera frente a la casa grande.
-¡Sal de ahí! ¡Te
ordeno que salgas! ¡Si no sales voy a quemar la casa!
Grito autoritario y
amenazador que provoca el escándalo. Mucha gente curiosa se congrega en el
lugar. El airado padre, espera con las manos en la cintura, luego entra a la
casa y sale con una tea dispuesto a cumplir su amenaza. La gente curiosa, en
vez de asustarse, también entra en la casita de madera. Los que ya no pueden ingresar
se agolpan en la puerta que ya no puede cerrarse. Forman un muro humano de
solidaridad con el joven.
Ante esta inesperada circunstancia
el padre se queda estático, con los ojos perdidos y en silencio por unos
minutos. Parece que recién entra en razón y comprende: Es verdad, mi hijo no es
mi propiedad. Aunque yo le señale el camino, no puedo caminar su camino; él
mismo tiene que hacer su camino. Tampoco puedo sentir sus dolores, alegrías,
tristezas, dudas... No puedo soñar su sueño.
Al final, el padre tembloroso
se siente avergonzado ante tantas miradas que se dirigen a él con respeto y compasión.
Suelta la tea al piso terroso donde ya no llamea sino humea. Aspira lenta y profundamente
el aire fresco; luego exhala también despacio.
La gente se mantiene
expectante observando los cambios en el rostro y en la actitud del padre, hasta
que escucha la voz más serena.
-Hijo, da gracias a la
gente que te ha salvado de mi ira. Vive por el pueblo que te quiere mucho. –Su
voz delata que está muy emocionado.
-Ustedes –se dirige con
la mano derecha abierta a la masa humana-: ayuden y orienten a mi hijo para que
se realice como un hombre bueno… -se le corta voz. Se voltea, entra presuroso a
su casa. No quiere llorar delante de la gente.
Pasa horas encerrado en
su mansión hasta que se calma y se da cuenta que afuera reina el silencio. Cuidadosamente
abre la puerta y ve que ya es el mediodía. Nadie está en la casita del enfrente
ni en la calle.
Hijo, qué suerte que
tienes, la gente te quiere como a un hermano, como a un hijo. Yo nunca me
rebelé; por eso, quizás, no caminé más lejos. ¿A dónde vas? ¿Cuándo volverás? No
te pregunté. Hijo, que tengas buen viaje. Te bendigo donde quiera que estés
caminando. Que tu difunta madre te acompañe.
Llegó el viento fresco
con un gorrión que aleteaba feliz. Ambos le dijeron: Lluta piñakuyqa piqata shunquta yaqatsin. Es verdad. La ira
descontrolada altera la cabeza y el corazón. Ya estaba sereno, por eso entendía
el mensaje del viento y el gorrión.
El padre, realmente, no
ha perdido la pelea con su hijo. Ha ganado un hijo que hace uso de su libertad
como a él le hubiera gustado hacerlo siquiera una vez.