Francisco Carranza
Romero*
Cumpliendo mi romería
de cada año volví a Seúl en julio de 2018 para cumplir los compromisos
académicos y para celebrar los reencuentros familiares y amicales. Pero, cada
reencuentro tuvo sabores diferentes.
A pesar del clima
caluroso y con bochorno que, algunos días superó los 40°C, hice visitas a dos
hospitales yoyangwon donde cuidan a los pacientes
que ingresan aún conscientes (muy pocas veces) o ya inconscientes. Ahora narro
mis experiencias en esos centros.
1. Acompañado de mi
esposa y de mi cuñada entro a un hospital, subo al segundo piso y entro, al
fin, en un reducido cuarto donde yacen 6 pacientes. Presuroso y con mucho
cuidado me acerco a la cama de mi concuñado quien está tendido sobre una cama, recibe
el oxígeno por un tubo que penetra por su boca, en un brazo recibe el suero
intravenoso las 24 horas, no siente mi llegada y supongo que tampoco me oye ni
me ve. Acercándome a su oído le digo: ¡Hermano mayor, aquí estoy! Sus ojos, aunque
abiertos, no se fijan en un determinado punto. Está en esta condición por dos
meses. Dicen que otros pacientes semimuertos están así por años. El comentario me
conmueve más porque a mí no me gustaría estar así por tantos días, meses... “Prefiero
la muerte que esta vida”, es mi amarga conclusión. ¿Fue un error que a un señor
de más de 80 años le hicieran la reanimación cardiopulmonar los de 911?
Mi cuñada, acompañada
de sus hijos, fue a hablar al médico jefe. El resultado del diálogo: Legalmente
no se puede sacar al paciente. Tampoco se puede aplicar la eutanasia. El
paciente es, realmente, un cliente y seguro aportante del hospital.
En la tercera visita
estrecho la mano semimuerta de mi concuñado en señal de despedida. En mi
condición de andino oro a los apus andinos y coreanos para que lo ayuden a
cruzar pronto el río que divide las existencias.
Y el 11 de agosto, a
las 5.30 pm, hora de Toronto, recibimos la llamada de la familia de Corea
avisándonos la muerte del familiar. Aunque el llanto es mi primera reacción;
después, me tranquilizo pensando que la calma ha llegado: Ahora mi concuñado
coreano descansa.
Desde Canadá acompaño
mental y espiritualmente a la familia coreana en los ritos fúnebres: dos días
de velatorio, incineración, y el rito de despedida al tercer día después del
entierro. Este último rito de despedida es como el pitsqay o pichqay (pistqa: cinco), rito al quinto día post
mortem.
2. Enterado de que el
profesor coreano Chang Sunion está en un hospital yoyangwon, voy para verlo y
despedirme porque mi visita a Corea es sólo una vez al año y por un mes.
Haciendo varios cambios del tren subterráneo llego al hospital acompañado de un
exembajador coreano con quien mantengo la amistad por décadas. Y él, al entrar
a un cuarto con 6 camas, es quien me señala a un paciente de cabeza rapada. Mi
recuerdo era: un hombre calvo, pero con abundante cabellera en los parietales y
en el occipital. Ahora, para mí está desconocido. Me acerco a su lecho porque
él está tendido.
-¡Profesor Chang, aquí estoy!
-¡Omona!
¡Omona! (¡Madre mía!¡Madre mía!) ¿Carranza? -Estira sus brazos y trata de
levantar su cabeza-.
-Sí, profesor Chang,
hermano mayor. Vengo desde Perú para verlo.
-Mis lentes, por favor.
¿Estoy soñando o estoy despierto? -Se pone los gruesos lentes con torpeza.
Me toma una mano, la estrecha
y no la suelta. Sonríe, pide a un auxiliar que le alce la cama donde reposa su
cabeza. Él está lúcido, no ha olvidado el español. Yo recuerdo que él mismo me
contó en 1980, mi primera visita a Corea, que había traducido y publicado “El
Quijote” en lengua coreana. Ahora me cuenta que sus dos hijas se han casado: una
con un francés, la segunda con un español de Valencia -enfatiza la
pronunciación ceceante en la última sílaba-; por eso viven en el extranjero.
Hablamos recordando muchos acontecimientos. Bromeamos como en los tiempos
cuando éramos colegas del Departamento de Español en la Universidad Hankuk de
Estudios Extranjeros donde laboré por 26 años. Hasta que, recordando a los
colegas menores (sus exalumnos) del Departamento, se enfurece y exclama: ¡Esos
malditos! Es que ellos, olvidándose la enseñanza de Confucio: respeto al
maestro, lo maltrataron en los dos últimos años antes de su jubilación. Como
manda la ley, él se retiró de la labor docente a los 65 años. Pero se retiró
resentido y desilusionado.
Como todo reencuentro
en el hospital, éste también se hace breve. Nos abrazamos, nos despedimos emotivos
porque pensamos en muchas cosas: Quizás ésta podría ser la última oportunidad
para los que vivimos en lugares muy distantes: Perú y Corea. La vida está llena
de sorpresas. Nadie puede comprar la vida. Nuestra vida es frágil. Nuestras
lágrimas premonitorias rompen las barreras de nacionalismos y etnocentrismos.
Los humanos tenemos los mismos sentimientos.
Recuerdo la enseñanza
del maestro Sidarta Gautama para quien la vida es un proceso de sufrimientos:
nacimiento, enfermedad, vejez y muerte.
*Profesor de la Universidad de Seúl