Nota del Editor. Un
28 de diciembre de 1895, un reducido grupo de poco más de una treintena de
personas llenaron los sótanos del Grand Café, en el número 14 del boulevard des
Capucines de Paris. Asistieron a la que se considera la primera proyección de
cine con público. El precio de la entrada era de un franco y el programa
consistía en 10 películas, la mayoría con una duración de unos 50 segundos. Sus
impulsores fueron los hermanos Auguste y Louis Lumière.
....
Jorge Zavaleta Balarezo (Desde Pittsburgh, Estados Unidos.
Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
En dos volúmenes reunidos bajo el título de “Cinema”, el
desaparecido filósofo francés Gilles Deleuze hizo suya una reflexión muy
peculiar sobre el arte de las imágenes animadas, el llamado séptimo arte, y dio
luces sobre conceptos como la “imagen-afecto”. Con esta última definición se
refería a la propiedad y referencialidad del rostro y la evolución que el
primer plano ha tenido antes y después del neorrealismo, la corriente italiana
más influyente del cine de posguerra guiada por maestros como Rossellini,
Visconti y De Sica.
En efecto, Deleuze, conocido también por sus sesudos
análisis de las condiciones de vida en el sistema capitalista, planteó una forma
digamos distinta de ver el cine, de acercarse al misterio de las imágenes y de
poner énfasis en un regreso a los orígenes de la fotografía o al estudio de los
más diversos realizadores norteamericanos, asiáticos y europeos. Desde David
Warner Griffith y Sergei M. Eisenstein hasta Wim Wenders y Eric Rohmer seguimos
una historia crítica que en Deleuze no sugiere una ordenada cronología sino que
plantea, seriamente, una teorización global y avanzada del arte que nos
convoca.
Es importante señalar que en esta búsqueda de conceptos
tanto cimeros como profundos, Gilles Deleuze encuentra apoyo en opiniones
previas, como las de André Bazin, el famoso fundador de “Cahiers du Cinéma”, o
se remonta a las prácticas teóricas de Bergson para centrarse en el análisis
del movimiento.
Así como la imagen que genera un “afecto” cuando visualizamos un primer plano (pensemos solamente por ahora en el angustiado rostro de la madre en la escena de las escaleras de Odessa en “El acorazado Potemkin”), es igualmente cautivador todo aquello que deriva, como en una operación perfecta y aún así cubierta de misterio, de la sala de montaje. Son los filtros, la banda sonora, las vibraciones, el revelado de la emulsión (antes de que llegara la era digital) los que producen y nos convocan a ese misterio. Asistir al “nacimiento” de una película, después que esta ha pasado por la sala de edición, es una experiencia no sólo colmada de entusiasmo y sorpresa sino, y sobre todo, altamente especializada y profesional.
En el par de tomos que ahora recordamos, Deleuze se propuso
puntualizar aspectos técnicos del filme bañados por una percepción espiritual,
hasta auroral si se quiere. Un análisis que, por ejemplo, en su consideración
de Hitchcock como uno de los grandes maestros del cine, se aplica en un
acucioso análisis de los detalles y escenas del genio británico para constatar
ciertas intenciones personales y autoriales. Y dicho sea de paso, conviene
siempre distinguir al Hitchcock en su etapa británica y en sus primeros logros
-“Sabotaje”, “Los 39 escalones”- del que después se alzó con la gloria en
Hollywood (“Vértigo”, “Psicosis”, “Los pájaros”).
Las aproximaciones de Deleuze beben de una fuente filosófica que traza una historia contemporánea, si consideramos que el cine coquetea con la vanguardia europea antes y después de la Primera Guerra Mundial, y se mantiene, aún hoy, como el arte más innovador y que posee cada vez mayores posibilidades expresivas (y no nos referimos, necesariamente, al 3D de Hollywood ni a la globalización que unifica gustos, esquemas y estilos alrededor de un patrón “a la medida”).
En esta concepción lo más abarcadora posible del cine,
pensado a un tiempo como un “sistema”, hallamos asimismo las claves para
descubrir lo que nos sugieren ciertos diseños o “cartografías” en una película,
como los puentes, las grandes construcciones y las carreteras en las obras de
otro grande, Joseph Losey, autor de “El sirviente” y “Mr. Klein”.
El propósito que persigue Deleuze no es sólo didáctico sino que está inspirado en una concepción “central” del cine. Así, partiendo de sus principios básicos cubre buena parte de la historia de este arte y, mediante constantes reformulaciones, el autor concluye acerca de los nuevos paradigmas que establece. Viene a la memoria, al rememorar un trabajo de esta envergadura, la propia empresa que se trazó el alemán Siegfried Kracauer cuando escribió su “Teoría del Cine”. Se trataba esta de otra aventura que acudía a misterios y descubrimientos a través de los cuales el autor nos daba su mirada personal del cinematógrafo en una época en la cual podría hablarse más de técnica que de tecnología (nos referimos a una etapa anterior a la década del 60).
BAZIN |
Si bien los aquí mencionados, Deleuze, Bazin y Kracauer dan fe de la preocupación estética, crítica, teórica y cultural de ilustrados pensadores europeos, cabe recordar que, desde los años 20, el peruano César Vallejo, en sus despachos para revistas de Lima desde París, y un joven Borges en Buenos Aires, hicieron las veces de críticos y comentaristas fílmicos, sintiendo el pálpito de la actualidad también en la delectación de los tempranos enigmas que nos planteaba una pantalla entonces dorada, cubierta acaso “por un manto de estrellas” (parte del título de una obra de Manuel Puig, un escritor que hizo de sus novelas auténticos homenajes al cine más puro, esencial y clásico).
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Etiquetas: Cine, Jorge Zavaleta Balarezo, PhD en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh, EEUU.
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