Elogio a la lucidez: Lévano a los noventa
César Lévano transita por aulas universitarias y salas de redacción con la disciplina de un monje tibetano. El hombre que de niño se enfrentó al dolor de la orfandad y la pobreza, que estuvo tres veces en prisión por sus ideas y paseó su talento por las mejores redacciones peruanas, continúa, a un paso de los noventa, dictando clases en San Marcos y escribiendo una columna diaria en un tabloide local del cual es director.
Tal vez estando cerca no lo sabes:
César, el nuestro, Lévano, ha caído:
él ya conoce cómo se usa el alma
en el bíblico no de los presidios.
César, el nuestro, Lévano, ha caído:
él ya conoce cómo se usa el alma
en el bíblico no de los presidios.
Carta a un hermano prisionero – Juan Gonzalo Rose
César nació como Edmundo Dante, pero urdió un cambio de nombre en honor al más universal de los poetas peruanos. “César Vallejo impacta aunque uno no entienda”, le respondió a un periodista. A Lévano se le entiende todo y su longeva lucidez sin duda impacta.
A inicios de los años treinta, en la puerta del solar Sagrado Corazón de Jesús, en el 320 del jirón Miguel Aljovín, entonces llamado Mapiri, los morenos del barrio se reunían para celebrar sus mejores ocurrencias. Lévano era entonces un párvulo que prestaba sigilosa atención a laperformance de estos encuentros, como si estuviera en una clase maestra de improvisación. “El humor negro es muy agudo y no es ofensivo. Ruperto Reyes era un joven que se distinguía por llevar su pelo muy lacio, y los mozos de la quinta le pusieron: peluca de fierro”. El maestro recuerda ese momento de su infancia en el centro de Lima y reflexiona: “Quizá esa picardía era una compensación a las privaciones sociales y económicas de la época. Ese humor me educó en cierto grado de resistencia psicológica”.
Lévano pasó parte de su niñez entre periódicos. Su madre había muerto de una tisis a la laringe cuando él tenía siete años. “Una vecina del solar de Mapiri, convenció a mi tía Emérica, que fue mi segunda madre, de que me dejara vender periódicos en la calle”. Emérica, recuerda, era una mujer sacrificada, recta y agobiada por el cansancio. Trabajó lavando ropa ajena, como lo hizo su madre y como lo hacen hasta el día de hoy miles de mujeres del país. “Yo empecé vendiendo periódicos por necesidad, si no trabajaba nos moríamos de hambre”.
Esa auroral faceta de canillita fue sin duda su primer vínculo con el periodismo. Tiempo después se instaló en un puesto de periódicos, en la esquina de Grau con Manco Cápac. Con diez años, y la herencia política de su padre, un anarcosindicalista leído, el niño aprendió a diferenciar los diarios por su contenido periodístico. “Catalogaba no sólo a los periodistas y periódicos, sino también a los lectores. A fulano le gustaban los deportes y las notas policiales porque llevaba La Crónica; este otro era más serio porque compraba El Comercio, o La Prensa”. Un día, mientras el niño colgaba -subido sobre una banca- los diarios y revistas para su venta, intempestivamente apareció un militar borracho a bordo de un auto y lo embistió. El resultado del accidente fue una pierna dañada de por vida.
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Lévano estudió de noche en el Colegio Nacional Alfonso Ugarte. Allí, en complicidad con algunos compañeros de clase, fundó su primera revista. Se llamaba Cultura. Al ver su nombre impreso en el primer y único número de la revista, reflexionó: “Edmundo Lévano suena a nombre de farmacéutico”. A partir de allí empezó a llamarse César, como el poeta al que admiraba.
Continuó escribiendo artículos, esta vez anónimos, en Democracia y Trabajo, un periódico del Partido Comunista Peruano y en Estrella Roja el órgano de la juventud comunista. Más tarde ingresó a trabajar como corrector de pruebas en La Noche, un vespertino cuya sala de redacción estaba en la calle de La Amargura, en la última cuadra del jirón Camaná, a un paso de la Plaza Francia. Allí conoció a Juan Francisco Castillo, un hombre generoso, comunista y amante de la buena lectura, quien lo invitó a conocer su biblioteca y lo inició en la poesía. Gracias a él leyó por primera vez, y antes que sean publicados, los manuscritos de Carlos Oquendo de Amat, los artículos de Vallejo escritos en la revista Variedades y los textos de Mariátegui, ambos ordenados y encuadernados en tomos. “Antes, para leer los Siete Ensayos en la biblioteca, había que pedir permiso a la prefectura”, recuerda.
En La Noche también trabajaba un joven de apariencia dulce y espontánea: Juan Gonzalo Rose. Era poeta y con los años se convirtió en el hermano de mil batallas de César Lévano. “En la sala de redacción los encargados de cada sección mandaron colocar un marbete sobre sus escritorios. Este consignaba el cargo que cada uno tenía: Juan Francisco Castillo – Jefe de Redacción; el otro – Jefe de Política; el otro –Jefe de Deporte… Juan Gonzalo y yo éramos principiantes que ganábamos una miseria, y a él se le ocurrió colocar un pedazo de cartón sobre su mesa con este texto: Juan Gonzalo Rose – Redactor Permanente”. Lévano termina de recordar la anécdota y estalla en una carcajada pícara.
“He conocido tres pivotes del periodismo partidario: Juan Francisco Castillo, nutrido de cultura popular; Alfredo Matheus, descendiente de ingleses, que preparó una de las primeras tesis universitaria sobre Mariátegui, y el maestro Antenor del Pozo. Este trio hizo periodismo partidario y yo coincidí con ellos en la misma época”.
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El auto se detiene en el estacionamiento aledaño a la puerta de ingreso número tres de la Universidad de San Marcos El chofer extrae una silla de ruedas y la despliega con pericia. César Lévano ejecuta sin ayuda unos movimientos seguros y pausados que lo instalan sobre la butaca rodante. El chofer maniobra la silla y avanza bordeando el bosquecito de Letras. Busca la rampa de acceso mientras queda atrás el inconfundible olor de los eucaliptos. El rostro adusto de la escultura del cholo Vallejo vigila el acceso y le da la bienvenida. Lévano inclina la cabeza en gesto reverencial y se desliza al modulo de seguridad.
Es viernes, son las dos de la tarde, y los alumnos van y vienen por el Patio de Letras. Una pareja de jóvenes lo reconocen murmuran “Mira… allí está César Lévano ¡Vamos a saludarlo!” Se acercan. Él responde el gesto con una tibia sonrisa. Y avanza hasta el aula 6A, en el primer piso. Allí dicta dos cursos: Periodismo e Investigación y Cultura de Actualidad. Todos los lunes y viernes repite este recorrido. Es el primero en llegar y el último en irse del aula.
Lévano dicta en San Marcos desde 1978. “Me invitaron a dictar una clase magistral. A los estudiantes les gustó como desarrollé los temas de la charla y fueron ellos los que pidieron a las autoridades que les enseñe. Me hicieron un contrato por dos años y luego me nombraron”, refiere con satisfacción. Desde entonces combina el quehacer periodístico, que no conoce de horarios, con la docencia universitaria en la Decana de América.
Ángel Páez, jefe de la Unidad de Investigación de La República, recuerda que descubrió a César Lévano a través de la lectura. “Siempre he sido un lector voraz de periódicos, de revistas y de libros. Lo leí en Caretas por primera vez. Tiempo después leí su opúsculo Arguedas. Un sentimiento trágico de la vida y su poemario Árbol de batallas”. Antes de terminar el colegio Páez ya sabía que Lévano era profesor en San Marcos y se propuso: un día seré su alumno. Y así fue. Empezó a destacar en un curso sobre crónicas y reportajes. “Recuerdo que a Lévano le llamó la atención una crónica que hice sobre un desaparecido peruano en Argentina, durante la dictadura del general Videla. Este personaje estaba vinculado a organizaciones de izquierda, y era el hermano del dueño del puesto de periódicos de la esquina de mi casa. A Lévano le pareció genial la historia, pero antes me preguntó, medio en broma, de dónde la había inventado… Allí se dio cuenta que tenía la mano suelta para escribir”, evoca Ángel, mientras observa de reojo el monitor de su computadora y ensaya unos rápidos golpes sobre el teclado.
En clase los alumnos solían destacar la facilidad con que Lévano combinaba periodismo con lecturas de historia, economía, sociología y filosofía. Más de una vez les contaría pasajes de la historia de su familia. Su padre había sido obrero textil y dirigente sindical, su abuelo, guerrillero de Cáceres y Piérola, y más tarde seguidor de la predica anarquista de Manuel Gonzales Prada. “Nos hablaba de Bertolt Brecht, Wolfgang Goethe, Ernest Hemingway, William Faulkner, George Orwell y Fiódor Dostoyevski. Su nivel cultural es oceánico y su memoria sagaz y aguda”, sostiene Páez, y extiende los brazos para cargar de significado lo que acaba de decir.
Páez no olvida que uno de los libros cardinales en las clases de Lévano era Literatura y Periodismo, del español Leonardo Acosta Montoro. “Allí se encuentra la esencia de sus clases; la combinación de las técnicas de reportería con los procedimientos narrativos para contar los hechos”. Su apego por los libros hizo que estos invadieran el primer piso de su casa del Rímac. Una vez un familiar le sugirió a Natalia Casas, la compañera de toda su vida, que se deshiciera de algunos libros. Ella respondió: “Si boto uno, al día siguiente él vuelve a casa con tres más”.
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El periodista Paco Moreno desarrolló con César Lévano una empatía que se remonta –también- a las aulas universitarias. “Antes el maestro dictaba el curso Periodismo de opinión en un aula del tercer piso de la Facultad de Letras. Al terminar la clase siempre lo acompañaba y lo asistía llevando su maletín. Bajábamos conversando por la rampa, luego salíamos de la universidad rumbo a la avenida Universitaria, donde él tomaba un taxi”. Lo platicado en esos innumerables trayectos fue vital para forjar en el joven Paco Moreno la convicción de abrazar el periodismo como oficio. Las lecturas y libros recomendados en esas conversaciones fueron el detonante para una relación de amistad que goza de buena salud y roza los veinte años. Hoy Moreno es periodista en el diario Uno, del cual Lévano es director.
Lévano, dice su discípulo, ha desarrollado una cualidad que ya desearían poseer otros directores: lo serena todo. “Nunca se exalta, no se enoja, siempre está equilibrado. Puede pasar un problema grave pero él siempre va a mantenerse sereno y ecuánime, dando opiniones acertadas y pragmáticas”. Moreno intenta reflexionar sobre esta condición y ensaya una hipótesis: “A lo mejor ningún inconveniente o desazón actual puede compararse con todo lo que él pasó en la cárcel a causa de sus ideas”. En efecto, Lévano estuvo prisión tres veces a causa de su militancia comunista. Pasó temporadas en el Sexto, el Panóptico y en la isla El Frontón. “En la cárcel sufrió torturas, soledades y obligado distanciamiento familiar. Esa experiencia lo ha hecho más fuerte y ha cimentado sus creencias políticas”.
Esas convicciones las cultivó desde joven, del día en que recuerda haber buscado a los dirigentes del Partido Comunista para pedirles que lo acojan en sus filas. “Quiero ser comunista”, les dijo. Ahora se define mariateguista, materialista dialectico y encima ateo. Un ateo que en el velorio de Natalia, su compañera, soltó una petición con pretensiones divinas: “Sí es que el cielo existe, debería existir para acoger a seres como ella”. Era una súplica dictada desde un corazón que siempre estará a la izquierda.
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Sentado en el aula 4A de la Facultad de Letras de San Marcos, Lévano espera que lleguen los trece alumnos del curso Periodismo de Investigación. Entretanto, ojea con detenimiento un número de la revista The New Yorker. Se detiene en cada página como si auscultase un examen de grafotecnia forense. “Esta revista siempre la he leído, y entre sus páginas siempre publica poesía”.
Maestro, ¿qué pensamiento tiene usted de la muerte? Sin dar respiro a la interrogante responde: “No pienso en la muerte. Aunque debe estar cerca por una cuestión biológica. Pero siempre digo: yo no le tengo miedo a la muerte, sospecho que la muerte me tiene miedo a mí.
Maestro, ¿qué pensamiento tiene usted de la muerte? Sin dar respiro a la interrogante responde: “No pienso en la muerte. Aunque debe estar cerca por una cuestión biológica. Pero siempre digo: yo no le tengo miedo a la muerte, sospecho que la muerte me tiene miedo a mí.
Hace un tiempo dormía sólo en mi habitación, me desperté y vi a una mujer blanca vestida de gasa y de rodillas frente a mi cama. Me extendió la mano y sentí que estaba dándole la mano a un cadáver. Quise hablar y no logré articular palabras, después de unos segundos alcance decir: ¡Vete!. Y la mujer desapareció. Fue como una especie de pesadilla. A las dos semanas falleció mi amigo -el músico y escritor- Víctor Merino, a lo mejor la muerte venía por mí pero como la espanté fue en busca de él”.
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