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Editorial
La inopinada abdicación del rey Juan Carlos I, tan
sorprendente por inesperada como necesaria por el descrédito en el que
se había arrumbado la monarquía, parejo por otra parte al desprestigio
generalizado de la casta política en medio de una crisis sistémica que
ha arrasado los principios éticos y valores democráticos, debe
interpretarse en clave de supervivencia de un institución que ya no goza
de los privilegios de antaño, cuando fue instaurada por la dictadura en
un agónico intento de Franco de dejar todo atado y bien atado y que, al
igual que sucede en las casas reales de la Unión Europea, debe
sujetarse a la obligación de rendimiento de cuentas y transparencia en
la gestión que debe presidir cualquier función pública.
La comparecencia del Rey, en la que no se ha dignado dar ninguna explicación satisfactoria sobre su trascendental decisión, se ha basado en la necesidad de garantizar la estabilidad, cuando en realidad la única estabilidad que no está garantizada es la suya misma y la del sistema bipartidista que lo ha sostenido hasta ahora y que las urnas han puesto en duda, sembrando la incertidumbre y el desconcierto tanto en los dos grandes partidos como en la monarquía.
Qué duda cabe de que el Rey se ha ganado el respeto y la admiración en todo el mundo y que de la misma manera ha paseado la marca España más que como un embajador como un agente comercial, consiguiendo contratos y procurando negocios millonarios para las empresas nacionales. Nadie pone en solfa su meritorio papel de mediador y conciliador en el panorama político nacional, sin decantarse nunca por opciones partidistas e impulsando el diálogo y la concordia, así como una convivencia en paz y libertad.
Este es el haber del juancarlismo, que ha llevado a muchos –Santiago Carrillo por citar el ejemplo más significativo– a pasar de llamarle Juan Carlos El Breve a reconocer los servicios prestados, pese a las preguntas sin responder y las lagunas y silencios del golpe de Estado del 23-F. Todo ese patrimonio lo dilapidó el Rey con conductas impropias de su condición y gravísimos errores por los que se vio obligado incluso a pedir perdón públicamente. Sin embargo, y pese a las críticas de los ciudadanos y su bajo nivel de popularidad, nunca fue objeto de acoso y derribo ni de conspiraciones orquestadas por poderes fácticos.
A la hora del adiós, deja un país empobrecido por la crisis, indignado por la corrupción, con un futuro comprometido por el paro y la austeridad y una Constitución que ya no sirve porque el marco legal que contiene nos encorseta y limita, provocando insoportables tensiones territoriales y desequilibrios y desigualdades que no auguran un porvenir halagüeño. Claro está que el heredero, Felipe VI, no tiene por qué asumir este legado porque él, como la nueva mayoría social que están implantando los ciudadanos desde la voluntad soberana del sí se puede, encarna un relevo generacional tan justo como necesario.
Por eso mismo, además de abrir un proceso constituyente, debería someter a un referéndum vinculante el futuro de la monarquía. Solo así podría legitimar su reinado.